La pera: miedo y política

La política desplegada por Oliva y otros actores políticos -como la “Vocería de los Pueblos”, ya devenida partido, alegando soberanía absoluta- es eminentemente fálica, aunque se pretendan feministas. Es una política del miedo: asume el temor de sus adversarios como indicador de éxito.


Las fanfarronadas finales de la candidata Karina Oliva, luego de perder la elección para gobernador regional, confirmaron los profundos males de su personaje político. Arrogancia sin mérito alguno, pastiche de eslóganes, política identitaria vacía y pretensión gratuita de superioridad moral. Estoy seguro de que su derrota produjo alivio no exclusivamente en sus adversarios. La guinda de la torta fue el presidente de su propio partido alegando que los sectores acomodados de la coalición de izquierda que la apoyó no habían dejado todo en la cancha por ella, supuestamente por clasismo. No habrían entendido, al parecer, que la falta de preparación e idoneidad para ejercer un cargo serían rasgos populares en vez de deméritos.

Ecos de este mismo rencor obtuso resonaron en distintos rincones (algunos bastante acomodados) de la izquierda, hasta que Gabriel Boric señaló lo obvio: a diferencia del plebiscito por la nueva Constitución, los votos repartidos entre Orrego y Oliva no tenían un claro sesgo de clase. Aquí se había fallado en lograr convocar e interpretar la voluntad popular.

A la izquierda le cuesta aceptar que no son dueños del pueblo. Que no tienen derecho a exigirle apoyar lo que sea que le arrojen desde arriba. Y que la valoración del mérito y la capacidad no ha muerto, sino que se espera que sea ejercida en beneficio de los muchos y no de unos pocos. Decirles a los miembros de la clase media que la técnica es burguesa y que apoyen lo nuevo por lo nuevo, por defectuoso que sea, es infantilizarlos y tomarlos por tontos. Si administrar un orden ya montado es difícil, cambiarlo lo es mucho más, y exige las mejores destrezas. La izquierda amateur y radical, ya se sabe, es buena para meter a los países en problemas y luego mandarse a cambiar. Nunca han pagado los platos rotos: eso le toca a la gente común y corriente.

Pero hay más: la política desplegada por Oliva y otros actores políticos -como la “Vocería de los Pueblos”, ya devenida partido, alegando soberanía absoluta- es eminentemente fálica, aunque se pretendan feministas. Es una política del miedo: asume el temor de sus adversarios como indicador de éxito. Entre la compota de frases prefabricadas que soltó Oliva en sus declaraciones finales, lo que más repitió fue que el miedo tenía que cambiar de lado. Una versión apenas perfumada de “están con la pera”. Referencia a la barbilla tiritando es una señal física de terror irreprimible, reflejo involuntario del animal humano que teme por su vida, y forma eminentemente masculina de entender las relaciones de poder, donde se espera sumisión de los cuerpos débiles a la magnitud de fuerza física del macho dominante.

¿Es el objetivo central de la política dominar al otro y someterlo a través del miedo? Esta pregunta es fundamental, quizás la más importante del proceso que vivimos. Si se la responde afirmativamente, entonces la guerra debe ser vista como un momento particularmente intenso de la política. Ya sabemos adónde conduce esa idea, las heridas profundas que deja y lo dispuestos que están algunos sectores de la derecha a jugar ese juego. La lucha de clases también es pasatiempo de príncipes. El miedo, con el odio y la crueldad que trae aparejados, no cambia de lado: crece y se desparrama por todos lados. Basta leer El miedo: síntoma de la realidad político-social chilena (1969) de Jaime Guzmán para pensar adónde nos dirige esta lógica.

La única alternativa a la política fálica es la política terapéutica: su fin es justamente sanarnos en conjunto del deseo de dominar que nos somete. Para lograrlo, los medios son tan importantes como los fines. Esto, porque los fines son simplemente un momento en el despliegue de los medios elegidos. No hay curación, no hay remedio, sin reconocer las heridas y consensuar terapias para sanarlas. No podemos ser militantes de nuestro propio daño: hay que querer dejarlo ir y atrevernos a buscar ayuda en otros.

Chile necesita principalmente sanarse. Basta poner los indicadores de enfermedad mental, dislocación social y malestar subjetivo junto a los de crecimiento y acceso a bienes para entender qué salió mal. El proceso para lograrlo es lento y requiere acercar de a poco posiciones y existencias muy distantes: las clases medias con razón han demandado “empatía” con su situación vital. Pero tienden a asumir que desde arriba se ve con claridad esa situación, y no es así. Los sectores acomodados siguen sin entender bien lo que pasó. El tablero de controles mostraba puros indicadores excelentes antes del choque. Toma tiempo ver que esos indicadores de progreso individual bien pueden camuflar unidades domésticas reventadas. Pero hay, por primera vez en mucho tiempo, voluntad para revisar ese tablero.

Hoy existe un grueso pero claro deseo general por sentar las bases para un Estado social eficaz y profesional, por un lado, y por expandir y hacer más competitivos, transparentes y ecológicos los mercados, por otro. También, por cierto, hay un anhelo de comunidad, de encuentro y de sociedad civil que busca obtener una expresión balanceada. Un consenso de brocha gorda en estos ámbitos va desde Gabriel Boric hasta Joaquín Lavín. Y la constituyente, en teoría, es sólo un instrumento legal más para lograr avanzar en esa dirección. Sin embargo, no parecemos lograr ni querer avanzar. La izquierda, en este sentido, no ha sabido ganar: hoy una facción importante de su adversario está de acuerdo en colaborar con lo que ella, hace sólo cinco años, habría considerado un triunfo histórico contra el “neoliberalismo”. Pero parece que le enojara ganar sin humillar y torcerle el cuello al otro. Así, en vez de buscar acuerdos amplios y duraderos, que generen lealtades transversales a lo largo del tiempo, pierde pólvora en gallinazos e insiste en una política del miedo que sólo engendra odio y cuchillos afilados en secreto.

Un señor hace meses me decía: el pueblo está enojado, frustrado, resentido. Se siente como el marido que pilla a la señora con otro. Experimenta una rabia profunda y estará ofuscado un buen rato, con ganas de romperlo todo y no saber nada de nada. Pero ya pasará su crisis. Ya vendrá el momento de la calma, el sentarse a conversar y el reconstruir los vínculos. Su analogía me llamó la atención, pero también me preocupó: noticia tras noticia en la televisión se cuenta de machos enfurecidos que le quitan la vida a la pareja antes de suicidarse. Ese camino también existe. Y es justamente el que uno querría evitar. Venezuela no lo logró y lo más preparado de su gente debió huir del país, mientras los pobres se disputan cebollas a combos en las calles. ¿Podrá Chile sanarse de su ofuscación sin suicidarse? ¿Elegiremos el odio fálico o la terapia? Todas las generaciones pasadas y futuras nos observan en este momento.

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