Columna de Andrés Gomberoff: El arte de encender una estrella



Por Andrés Gomberoff, vicerrector de Vinculación con el Medio, Extensión y Comunicaciones U. Mayor

Cuando aún era una niña, Cecilia Payne-Gaposchkin dejó de creer en Dios. Su decisión la basó en un experimento que hizo en el colegio. Separó los exámenes que tendría durante el año en dos grupos. Rezó con devoción para tener éxito en la mitad de ellos. Resultó que, en promedio, tuvo peores notas en el grupo bendecido. La determinación de Cecilia frente a los datos era absoluta.

En 1925 dio cuenta de esto ante el mundo. Sus datos decían, en contra de la opinión de la comunidad científica, que las estrellas – incluido el Sol – estaban casi completamente hechas de hidrógeno. Más tarde, en 1938, Hans Bethe fue capaz de explicar en detalle cómo este hidrógeno es el combustible que les da luz. Ocurre que al acercar suficientemente dos núcleos de hidrógeno -dos protones- estos se fusionan en una reacción nuclear que entrega energía y produce helio.

Debido a su repulsión eléctrica, para acercarlos debemos invertir energía. Esta inversión está en la esencia de toda forma de combustión, algo que sabe cualquiera que haya encendido una parrilla. Debemos encender papel con cuidado, elevar la temperatura en un área suficientemente grande hasta que el calor producido por el mismo carbón mantenga la reacción en forma autónoma. Encender el hidrógeno requiere condiciones de presión y temperatura enormes. Cuando masas colosales de hidrógeno se aglutinan en el espacio, es la gravedad la que produce estas condiciones en el interior, creando una estrella. En la Tierra no contamos con esa posibilidad. Pero el 5 de diciembre 192 poderosos láseres fueron dirigidos sobre una pequeña cápsula de hidrógeno, la que implosionó aumentando su densidad unas mil veces, produciendo temperaturas suficientes para encenderlo.

Por primera vez, la ciencia logró mantener la combustión un tiempo suficiente como para extraer más de la energía invertida. Así fue como el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, en California, durante una fracción de segundo, le regaló al Universo una nueva pequeña estrella.

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