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Camila Ramírez: Utopías de lo posible

 La política, su ideología y la construcción de objetos imposibles para hablar de sus problemáticas se han transformado en el eje de la obra de la artista chilena Camila Ramírez. Ahora presenta "Alzada y caída", una serie de esculturas inflables e impresiones solares que reproducen monumentos de la ex Unión Soviética, y que dan cuenta de la nostalgia de la ruina y los ideales de una historia pasada. Hasta el 24 de enero en el Museo de Arte Contemporáneo de Quinta Normal.

Camila Ramirez, artista,muestra MAC Quinta Normal. Periodista: Francisca Gabler Foto: Alejandra Gonz·lez Revista MasDeco

Pocos artistas presentan un trabajo de una ideología política tan clara como el de Camila Ramírez a su edad (27, Universidad Diego Portales). Honesta y sin mayores pretensiones técnicas, aunque pulcra, su obra habla desde un lenguaje universal de las relaciones de poder, las jerarquías, el trabajo obrero, la explotación laboral y las luchas sociales. De las complejidades de cimentar una comunidad justa, al fin, y sobre cómo reconstruir imaginarios sociales tan propios de Chile como de cualquier país del mundo. “Creo que el asunto de la política es una cuestión que atraviesa cualquier ámbito de la vida. No solo tiene que ver con simpatizar con un partido o votar en una elección: la política aparece en las decisiones cotidianas, en los deseos personales, en la forma en que uno siente y resiente cada cosa. Creo que la importancia que tiene lo político en mi vida y, por lo tanto, en mi obra, es un asunto de afectos y de una conexión más romántica; me gusta que la gente pueda conectar con esa emoción que provoca el darles sentido a las cosas”, dice.

De carga irónica y también melancólica, así como el cuerpo social es un concepto esencial en su trabajo, la figura del objeto es un elemento indispensable para que su obra tome forma a través de soportes como fotografías, esculturas o videorregistros de performances. En piezas como “Palas comunitarias”, por ejemplo, presenta la materialización de un cuerpo social en analogía a las políticas que el mismo objeto encarna. Algo similar ocurre en “Vencer o morir”, donde en una pantalla aparecen y desaparecen manos luchando por el alimento contenido en utensilios de cocina que han sido transformados: una taza con seis asas o una olla con cuatro mangos. Y en “Un millón de empleos” da vida a un video en el que varias personas sostienen un columpio, un resbalín y un balancín, en una clara referencia a las políticas públicas y su ilógica de generar empleos de poca o absurda utilidad, forzados por la cesantía. “Sucede que al intervenir esos juegos de plaza pública para que dependan de la fuerza humana al ser utilizados, aparece un asunto más siniestro aun que tiene que ver con la jerarquía de los cuerpos, en cómo ocho personas deben trabajar sosteniendo un resbalín para que solo una persona disfrute de ese juego”, explica.

¿Qué es lo que te atrae de trabajar en torno a la idea de ‘objetos imposibles’? Creo que el objeto permite elaborar imágenes directas, muy simples y complejas al mismo tiempo; son parte del cotidiano, por lo que es más fácil acercarse a la obra, pensando en un espectador que no tiene por qué saber sobre arte contemporáneo. Además, un objeto habla de la sociedad que lo produce, trae consigo un imaginario en particular, una especie de materia prima que me sirve mucho al hacer una obra. Cuando hablo de objetos imposibles tiene que ver con la operación que hacen los objetos en mi trabajo, en especial los ’objetos comunitarios’, que generalmente son intervenidos para que no sirvan, para que sean menos prácticos. Esa imposibilidad es un desafío para el espectador a la hora de pensar en un colectivo o una comunidad.

Se ve también un interés por instalar lo lúdico como un elemento importante. ¿Cómo explicarías la relación entre juego, trabajo y arte en tu obra? Esa relación tiene que ver, por un lado, con algo muy concreto que sucede cuando un objeto imposible se convierte en un objeto lúdico; es el caso de la serie de herramientas intervenidas, a las cuales se les exige una productividad que cuando desaparece las convierte en un juego. Desde una mirada más amplia, al hablar sobre arte, trabajo y juego, también se está hablando de la relación entre un trabajador y un artista, algo que es mucho más complejo y que abre la pregunta sobre la posibilidad de considerar al artista como un trabajador, asumiendo el abismo de diferencia que puede existir, desde lo que significa una jornada laboral o la estabilidad de lo que significa un trabajo remunerado. Desde esas diferencias aparece el juego.

Metáforas de un sueño

Atraída siempre por la ideología socialista y su historia, es que hace un tiempo Ramírez comenzó a coleccionar imágenes referidas a la ex Unión Soviética: búnkers escondidos, trenes abandonados, antigua propaganda soviética y arquitecturas inconclusas. Así llegó a una serie de monumentos conmemorativos realizados en la desaparecida República Socialista de Yugoslavia, instalados en sitios donde ocurrieron importantes batallas durante la Segunda Guerra Mundial o en lugares que en ese entonces albergaron campos de concentración. Ese hallazgo la llevó a dar forma a la muestra “Alzada y caída” que realiza ahora en el MAC de Quinta Normal, donde presenta una serie de cinco piezas bidimensionales que muestran la silueta de algunos de estos monumentos como resultado de un proceso de intervención de luz solar sobre telas de algodón. Junto a ellas se disponen, además, cuatro esculturas inflables realizada en tela PVC como reproducción a escala de estos monumentos. “Son formas increíbles, muy futuristas, que contienen ese ideal del progreso y de la gloria que implicaba el socialismo en ese momento y, por otro lado, tienen todo ese contenido nostálgico de la ruina; pareciera que estuvieran sobreviviendo al tiempo porque nadie quiere hacerse cargo de esos gigantes. Esa transición entre la gloria y la derrota me llevó a reproducirlos en inflables, mucho más frágiles de lo que son, porque solo se sostienen de aire”, dice.

Nuevamente este trabajo se mueve en torno a utopías. ¿Qué conexión podrías establecer en ese sentido con Chile? Pareciera que hay ciertas historias que es mejor no contar o contarlas de otra manera, nadie quiere asumir una derrota, es mucha la frustración de ver fracasar un proyecto político en el cual uno creyó; aparecen rabias, nostalgias, penas, resentimientos, anhelos, son emociones que molestan porque se confunden unas con otras. En Chile pasa lo mismo, la Unidad Popular significó para muchos una importante posibilidad de creer y para otros no fue lo suficiente. Cada pedazo del mundo carga con sus propios muertos, unos llenos de flores y otros que todavía no aparecen, algunos celebrados y otros de los cuales cuesta más reponerse.

El tema de la procedencia, de hablar de Chile, también es recurrente en tu obra. ¿Qué importancia le das al origen? Para mí es un punto determinante, porque creo que es un acto de honestidad y de autoconciencia. Saber reconocer un origen define desde qué lugar uno habla y hasta dónde uno quiere llegar. Por ahí Jorge González siempre dice que el barrio es la patria, que el resto de la ciudad pareciera ser bastante extranjera, y es bonita esa idea, pensando que Chile es un país muy complejo y lleno de diferencias. Nunca ha estado en mis planes ser el tipo de artista que necesita irse o que piensa que todo lo de afuera es mejor; prefiero pensar que hay cosas por hacer y que los afectos se arraigan en esas conexiones más íntimas, con un barrio o una comunidad.

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