Crítica: El show de Rihanna en Chile
Rihanna ofreció un gran concierto propio de estos tiempos de dominio del pop. Un espectáculo veloz desprovisto de vértebra, sumatoria de destellos sin coherencia.
Canta FourFiveSeconds, aquel single que adelanta su octavo álbum donde le acompaña Kanye West y Paul McCartney -en ese orden-, y suelta un ligero garabato sorprendida de que este estadio al fin del mundo, ese lugar donde nunca había estado como aclaró innecesariamente en algún momento de la noche, coree una canción firmada a nueve manos, mecánica habitual en su carrera. Rihanna sigue cantando y es muy probable que una buena parte del Nacional, de mayoría femenina y adolescente, no tenga mucha idea de quién es McCartney. A esas alturas, el corte número veinte de su debut en Chile, la súper estrella pop nacida en Barbados, tenía al público en su bolsillo sin grandes esfuerzos. Porque ese es un detalle en Rihanna: todo en ella parece fluir naturalmente, la increíble belleza, sus movimientos, el manejo de una voz que no es mucha pero dominada con singularidad mediante un acento nasal, los escasos pasos de baile a los que de tarde en tarde se suma junto a un conjunto coreográfico.
Su show del martes quedará inscrito en una especie de limbo de su biografía porque lleva un par de temporadas sin gira, aunque siempre esté en primer plano porque si no está vendiendo discos y presentaciones, oferta ropa, perfumes, romances fugaces, lo que sea, todo con su nombre. Por eso no hay pantalla gigante al fondo, sino apenas un gigantesco telón blanco como una tela sin pintar, y los juegos de luces son más bien funcionales antes que integrantes de un relato mayor, un guión, un concepto. Rihanna se ha parado simplemente a cantar sus decenas de éxitos, a veces en versiones comprimidas que apenas superan el minuto -Umbrella con suerte duró 90 segundos-, como si se tratara de una parrilla de canciones ordenadas por el programador de una emisora juvenil de música chillona y discotequera, para una noche de fin de semana.
Los temas suelen arrancar con una especie de fanfarria dictada desde un sintetizador, adornados de furiosos golpes de percusión; luego empalma un rápido estribillo donde Rihanna mayoritariamente describe un amor intenso y sufrido (una historia que siempre parece contar desde distintos ángulos su borrascoso romance con el fallido aspirante a rey del pop, Chris Brown), y un coro pegajoso bien logrado. No hubo cambios de vestuario, el escenario fue muchísimo más modesto de lo anunciado -nada de una gran pasarela para acercarla aún más al público-, tampoco un bis.
Para un tipo de audiencia que concurre a conciertos más preocupada de capturar selfies y filmar videos mediocres con sus aparatos móviles, que de bailar y mirar con sus propios ojos cuanto sucede al frente -los diez primeros minutos fueron un mar de lucecitas de aparatos encendidos-, Rihanna ofreció un gran concierto propio de estos tiempos de dominio del pop. Un espectáculo veloz desprovisto de vértebra, sumatoria de destellos sin coherencia. Solo la intención de distraer por un rato y desvanecerse pronto, como la espuma que cayó por las paredes del escenario mientras cantaba Diamonds, grata a la vista pero sin consistencia alguna.
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