Histórico

Myanmar: una realidad paralela

Myanmar o Burma o Birmania. Un país aún resolviendo tensiones étnicas y religiosas, todavía en tránsito a ser una democracia, que hay que visitar antes de que los turistas se lo devoren.

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En Yangón, ex capital de Myanmar, se manejaba por la mano izquierda, como les gusta a los ingleses, ya que este país fue colonia británica hasta que el dictador de turno consultó con su astrólogo –otros dicen que tuvo un sueño- y este le reveló que la única manera de enmendar el rumbo era volver a manejar por la derecha. Entonces, de un día para otro, en ese país del sudeste asiático todos tuvieron que empezar a manejar por ese lado, pero en los autos que habían sido diseñados de la otra forma.

Es que Myanmar, que hasta 1989 se llamaba Birmania, es como una realidad paralela, un pedazo de un mundo que parece que ya no existe, pero que todavía está ahí, aunque no está claro por cuánto tiempo más. Un Estado que se viene despertando de varias décadas de dictadura militar, liberado por monjes budistas que salieron a protestar y por una líder carismática, Aung San Suu Kyi, que estuvo encerrada en su casa por décadas, que fue premio Nobel de la Paz y que hoy se pasea con su sarong de seda, ajustado como se usa acá, entre los líderes más poderosos del mundo.

Yangón (o Rangún) es la ciudad más grande de Myanmar y su centro comercial e intelectual, aunque ya no sea el político. Acá en Yangón, Neruda fue diplomático y se enamoró de una mujer que al parecer lo persiguió hasta Bangladesh para celarlo. En la misma época estaba George Orwell en Mandalay y luego en un pueblo del Delta actuando de policía. Me gusta imaginarme que los dos escribían bajo las mismas noches calurosas de la época de los monzones y que después los dos visitaban el bar del Hotel Strand, una joya colonial que hoy está cerrada por renovaciones y que enfrenta el gran río Bago.

Allá en donde Neruda vivió están los edificios antiguos de la colonia venidos a menos, intervenidos por el musgo y la pobreza y esa mezcla asiática de olor a comida, incienso y meado de gato.

A mi mujer, como a mi mamá y a mi abuela, les encanta encontrar comparaciones odiosas con Chile en sus viajes. Es como si así les fuera más fácil hacerse del lugar, entender a la gente, sentirse menos turistas. Entonces decimos que esta ciudad es como un Valparaíso del plan antes de ser destrozado por las inmobiliarias de edificios clonados.

La liberalización política y económica le está dando nuevos aires al país, y de a poco hoteles, tiendas de diseño y restoranes pequeños empiezan a tomarse parte de esos edificios. Comemos en uno que podría ser un local en Manhattan y terminamos tomándonos unas cervezas en un bar donde tocaban jazz de Coltrane. Ahí, el guitarrista californiano se nos acerca a conversar y cuenta que lleva tres años en Yangón y que hace poco tiempo no existía ahí ningún bar con música en vivo. Llega también el trompetista, un aficionado que lleva cuatro años en Myanmar a cargo de un grupo de prospección de petróleo. Dice que su mujer está en casa cuidando a los niños y tiene un tic en el ojo derecho que nos hace sospechar de todos sus dichos.

Las mujeres son atractivas y los hombres el reflejo del punto medio entre China e India. Sonríen, pero son tímidos. Casi no hablan inglés y los pocos que lo hacen se escuchan como si tuvieran un puñado de clavos en la boca. Por supuesto que nos preguntan de dónde somos y nadie sabe que hay algunos millones de habitantes en esa larga y angosta franja de tierra, paraíso fitosanitario como le gusta declararnos el SAG.

Los Mmyarmonesianos o myarmanenses andan de sarong escocés elegante y camisa blanca. Las mujeres siempre usan sarong largo hasta el tobillo. No se ven muchos jeans o pokemones por acá. Las calles del centro son un mercado de comida vivo. Nos preguntamos en cada esquina por qué en Chile las autoridades le tienen tanto miedo a la comida callejera si es tan rica y sana. Nos comemos unas cosas de nombre impronunciable y compramos unos duraznos que no son duraznos.

Nos vamos a acostar tarde a nuestro hotel de medio pelo de papel mural dorado desde el cual vemos la gran Pagoda de Shwedagon, dorada entera también, pero por las láminas de oro de verdad pagadas por los fervientes budistas. Es la pagoda más sagrada del país, ya que contiene algunas reliquias de Buda, entre ellas un trozo de tela y ocho cabellos de él.

La guinda del pastel en un viaje de una semana a Bagan, uno de los lugares arqueológicos y espirituales más importantes de este lado del mundo, a unos 600 kilómetros al norte de Yangón. Después de ocho horas en buscama, que no es cama, llegamos a nuestro hotel , el Bagan Thande Hotel, que alguna vez fue elegante y recibió a alguien de la realeza inglesa y que hoy es como una reliquia de un pasado mejor. Estamos en frente del río Ayeryarwady, que es como un mar de grande. Barcos inmensos cargando desde troncos de bosques nativos (¿dónde está Greenpeace cuando se lo necesita?) hasta turistas alemanes con impecables zapatos de trekking y cámaras con zoom astronómicos cruzan de arriba a abajo esta bella arteria que comunica al país entero con el mar.

Afuera del hotel arrendamos dos motos eléctricas chinas para recorrer la zona. Es una tontería, pero como no suenan es como si fueran de mentira. Comenzamos a dar vueltas, a perdernos por la zona protegida entre pagodas de miles de años. Son casi tres mil templos en total, varios de ellos en el suelo tras el último terremoto, en agosto del 2016. Todos responden a diferentes épocas de diferentes reinados y monarcas. Todos dedicados a Buda, cada uno de ellos con una o más imágenes de él, casi siempre sentado en posición de Loto, representando alguna mudra (gesto sagrado) diferente. Es conmovedor.

Nos compramos gorros de paja en vez de cascos, porque el calor es de locos, y nos perdemos entre cultivos de maní y palmeras y más templos y pagodas hasta que el sol empieza a esconderse detrás de las montañas, detrás del río. Entonces nos encaramamos a uno de los templos y vemos uno de los atardeceres más memorables que recuerdo. Hay árboles distintos, nim, pimientos, más palmeras y templos y sus pagodas, algunas de oro y otras de un ladrillo rojo que se hace con la tierra de la zona. Y nosotros ahí, con un par de turistas israelitas que toman café en botella de litro y medio plástica, a la espera del momento exacto en que el sol se esconde. Entonces todo se enciende de ese naranjo kitsch de las postales. Los que lo construyeron lo habrán hecho para el solo deleite de ese preciso momento, imaginamos. Los grillos empiezan a cantar y nosotros nos vamos de vuelta para comer en un restaurante vegetariano que recomienda la guía Lonely Planet, tan silenciosos como nuestras motos.

Myanmar o Burma o Birmania. La llamamos Burma, porque nos suena más poético y es como el nombre de su cultura. Un país aún resolviendo problemas étnicos y religiosos, aún en tránsito a una democracia, es un lugar que hay que visitar antes de que los turistas se lo devoren y su gente pierda la inocencia y todo se convierta en una Disneylandia arqueológica, como Machu Picchu o Angkor Wat.

Myanmar es un botín para el viajero difícil de entender, pero fácil de amar. Si por casualidad le gusta viajar a Asia y gastar miles de horas en vuelos y paradas ridículas en aeropuertos monstruosos, este es un lugar que vale la pena ser incluido entre los destinos imperdibles.

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