Histórico

Roma congenia la belleza de su arte con el arte de vivir

<img height="16" alt="" width="60" border="0" src="http://static.latercera.cl/200811/193728.jpg " /><br /> La verdadera magia de Roma no reside estrictamente en sus monumentos, sino en aquello que es capaz de hacernos sentir.

Monumentalmente eterna y existencialmente efímera; quieta como las aguas del Tíber y, a un tiempo, caótica, ruidosa y febril como el Coliseo de los tiempos antiguos; penitente o festiva, absorta o despierta, según el ritmo que marcan las estaciones; obligado exilio para unos, la dolce vita para otros…

Existe otra Roma, esa que trasciende su belleza para instalarse en la conciencia. Grabado en sus piedras se intuye un mensaje que no está escrito con palabras, a través del cual parece hablarnos toda la humanidad. Es la Roma figurada y simbólica, metafísica quizás, aquella que proporcionó inspiración a pintores y literatos, misticismo a los más devotos.

Pero –y en un ámbito más mundano, incluso–, cualquiera de nosotros experimenta al visitarla sentimientos profundos y dispares. Todos coinciden en que se trata de una ciudad difícilmente abarcable. Se necesitarían meses, si no años, para desentrañar todos sus secretos y aún no serían suficientes. Los propios romanos presumen de seguir sorprendiéndose cuando, al doblar una esquina, descubren un maravilloso patio o jardín  que permanecían ocultos. Por eso, contar con un amigo nativo se convierte en la mejor guía que uno pueda desear, al mostrarnos con cuentagotas recónditos rincones, como si compartieran con nosotros las páginas de un diario privado.

Los turistas ordinarios deben contentarse con correr de un lado a otro poseídos por la misma obsesión, esgrimiendo un plano de la ciudad que explique, con todo lujo de detalles, la ruta a seguir. Con el paso de las horas, sin embargo, aquel itinerario marcado parece transformarse en un vía crucis, en un calvario agotador que no tiene fin: el Coliseo, el Panteón, la Fontana di Trevi, los frescos de Miguel Ángel, el Vaticano, el Foro, la Plaza de España, la Iglesia de San Pablo, el Trastevere, las Catacumbas, las Termas de Caracalla… son sólo algunos de los hitos inexcusables del romano de adopción, ese que inunda la ciudad a razón de tres días de estancia con derecho a alojamiento y desayuno.

Roma no se deja aprehender como si fuera una simple sucesión de monumentos. Su esencia pertenece a otra esfera de la realidad, imposible de capturar con nuestra cámara fotográfica. Por un lado, los ecos de la historia exigen su propio ritmo, requieren, como todo lo espiritual, un tiempo prudencial para manifestarse. Sólo a través de nuestra reposada imaginación, ante sus ruinas podremos rememorar el pasado esplendor de un imperio, dibujar el semblante de generaciones de habitantes, o ser testigos de la decadencia y hundimiento de una civilización. Sólo meditando pacientemente bajo una bóveda eclesial, atisbaremos la impetuosa proeza de sus constructores, comprenderemos que la fe, efectivamente, fue capaz de mover montañas.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo conjurar la prisa y entrever la Roma que se esconde bajo esa apariencia material? Tal vez la literatura pueda aportarnos algunas claves: François René de Chateaubriand, quien residió en Roma a principios del siglo 19, decía no sentirse conmovido por la previsible monumentalidad romana, sino por esa otra ciudad, la de la vida de sus habitantes en relación a la ruina. Piensa que las ruinas, más en Roma que en ningún otro lugar, son la conciencia. Pero no la conciencia de que un tiempo particular ha muerto, sino de que el tiempo, el nuestro, prosigue.

La historia de la literatura está preñada de elegías y exaltaciones hacia la Ciudad Eterna. Francisco de Quevedo, con su refinada fuerza poética exclamaba: "¡Oh, Roma! En tu grandeza, en tu hermosura, huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura". Pío Baroja, con un lenguaje más ordinario, pero no menos lírico, pone la mirada y su prosa al servicio de la irrepetible atmósfera romana, observándola pacientemente desde su atalaya: "… la tarde, al caer, clara; el cielo, limpio y transparente. Desde aquella altura el caserío de Roma se ensanchaba silencioso, con un aire de solemnidad, de inmovilidad y de calma. Parecía un pueblo llano, casi hundido; no se notaban sus cuestas ni sus colinas; daba la impresión de una ciudad de piedra encerrada en una campana de cristal…".

Pero existen otras visiones, otras formas de entender Roma, ciudad que exalta los anhelos de algunos escritores, y viva memoria de los lugares perdidos. Es el caso de Alberti, que vive exiliado en Roma, su querida Roma, desde donde extraña la América que quedó atrás: "A pesar de Italia, en la que ya me encontraba, mucho había dejado allí, en aquella América, tanto como para desear, a cada hora, en los primeros meses de lejanía, un posible retorno, una segunda vida que me hiciera compartir con aquellos pueblos tan castigados y oprimidos el logro final de sus esperanzas. Y a Roma le pedí, desde el comienzo de mi permanencia en ella, que, a pesar de su maravilla, fuese capaz de darme tanto como había dejado entre aquellas orillas de cielos inalcanzables, cosechas y caballos".

Volviendo a la pregunta: ¿Qué hacer entonces? Como foráneos, el viaje a la Ciudad Eterna se presenta, en nuestra imaginación, colmado de prometedoras experiencias. Sin embargo, pecamos de ingenuidad, como dijimos, si pretendemos recorrer tal profusión de vestigios sin caer en cierta "borrachera de historia".

En la vieja Europa, cuando al hacer camino alguien buscaba abrigo en una posada apartada, no tenía sentido preguntar qué había para comer, porque la respuesta siempre era la misma: "Lo que usted tenga a bien traer en las alforjas". El viajero que llega hoy a cualquier lugar, y más aún el que recala en Roma, debe llevar sus alforjas llenas. No de comida, como es obvio, sino más bien de sus experiencias y de sus sueños, debe poner sobre la mesa su propio ser, sus esperanzas y quimeras. Y esto es así porque Roma, la Ciudad Eterna, en realidad no es nada, pura ruina, sin nuestra participación. Somos parte de su historia.

La gran urbe romana establece diálogos con el viajero. En este sentido, Roma puede ser ese espacio repleto de callejuelas, iglesias o plazoletas donde entablar relación, de igual a igual, con grandes personajes de la historia, codearnos con famosos actores y actrices de cine, con mecenas, predicadores, interrogar a los mártires… Podemos observar la ciudad desde la lejanía, haciéndonos cargo de lo que sintió Ovidio cuando partió camino del destierro, o sumergirnos en los bajos fondos, en la Roma más extravagante y sórdida, la retratada por Fellini.

Roma es única porque, en perfecta simbiosis, congenia la belleza de su arte con el arte de vivir. Carece de sentido tratar de acapararla, pues, llegado el caso, la propia ciudad se encargará de zambullirnos en su corriente. La diferencia entre pasar de puntillas o dejarse embriagar por ella dependerá de nosotros, de nuestra capacidad para abandonar el itinerario prescrito y subir a una azotea, tumbarnos en la hierba o abandonarnos durante horas en una terraza. Allí sentados, por qué no, emular a Pablo Neruda y pedir un buen vino y unas aceitunas, incluso recordar aquellas bellas palabras que dedicó a Italia durante su exilio: "Los muros perforados por la muerte, los ojos de la guerra en las ventanas, pero la paz me recibía con un sabor de aceite y vino, mientras todo era simple como el pueblo que me entregaba su tesoro verde: las pequeñas olivas, frescura, sabor puro, medida deliciosa, pezón del día azul, amor terrestre".

GUÍA DEL VIAJERO
- Cómo moverse

Ateniéndonos a la tesis defendida en este artículo, la mejor manera de visitar Roma y sus monumentos es dejándose llevar por nuestros propios impulsos, teniendo la capacidad de variar nuestro itinerario cuando sea necesario. Es muy común que desde las primeras horas, y a lo largo de toda la mañana, se formen grandes colas frente a los principales monumentos, en especial en el Foro Romano, el Coliseo, las Termas de Caracalla y el Vaticano. Curiosamente, llegado el mediodía no hay casi afluencia de público en el Vaticano y en el Foro Romano, momento ideal para perderse en su interior. Las Termas de Caracalla, en este mismo sentido, quedan semidesiertas al caer el sol, precisamente la hora en que despliegan toda su magia.

- Qué visitar
Aparte de los citados, hay monumentos inexcusables como el Castillo de Sant Angelo, el Panteón de Agripa, la Iglesia de San Pablo, la Fontana di Trevi, el barrio del Trastevere o la Plaza de España. Sin embargo, Roma está plagada de sorpresas y hay otros hitos arquitectónicos menos afamados con un gran encanto, como el Barrio Judío, el Teatro de Marcelo, los Mercados Trajanos, la Vía Apia, el Aventino y un largo etcétera. Con todo, no es recomendable tratar de visitar todos y cada uno de estos lugares. Es mejor paladearlos con la mayor calma posible. Roma nos esperará para una próxima ocasión.

- Dónde dormir
Aunque los viajes por avión se han abaratado, Roma sigue siendo muy cara en el hospedaje. La calidad de sus hoteles, excluyendo los de buena categoría, puede darnos sorpresas desagradables. Son pocos los que recurren al alquiler de apartamentos por particulares, una opción más económica que los hoteles. Y son muchos menos los que recurren al "Bed and Breakfast", habitaciones con derecho a desayuno en los hogares de los propios romanos: ¿hay mejor manera de conocer Roma por dentro? Existe una amplia oferta de estos dos servicios a través de internet.

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