Opinión

A propósito de Trump y las universidades… ¿Y en Chile?

En los últimos días diversas voces en nuestro país han manifestado su condena frente a las amenazas del gobierno estadounidense de reducir el financiamiento a ciertas universidades. Dichas críticas son del todo comprensibles, especialmente las relativas al efecto negativo que tiene esta medida en la libertad o autonomía de las universidades, pues aquello es lo propiamente esencial de estas instituciones.

 Actualmente, de manera mucho más soterrada y ciertamente con menos estridencias, está ocurriendo lo mismo en nuestro país, con un agravante: el gobierno no está amenazando con recortes presupuestarios, sino que de plano los está disminuyendo de manera significativa a las universidades privadas adscritas a gratuidad.

En efecto, en virtud del proceso de regulación de aranceles que lidera la Subsecretaría de Educación Superior (que define los montos a traspasar a las instituciones por cada alumno en gratuidad) y según la información disponible en el llamado “computador isla” de la propia Subsecretaría, los nuevos aranceles benefician a cierto tipo de universidades y perjudican a otras. Las cifras son decidoras: en el caso de las universidades tradicionales, los nuevos aranceles representarán, en promedio, un 107% del costo de impartir sus carreras, es decir, las transferencias del Estado permitirán más que cubrir los costos declarados por esas mismas instituciones. Lo anterior es sin perjuicio de los aportes basales que reciben solo esas universidades, que este año ascenderán a casi $500.000 millones. Sin embargo, en el caso de las universidades privadas, el porcentaje anterior alcanza apenas a un 92,9%. Esto significa que los nuevos aranceles que la Subsecretaría traspasará a estas instituciones ni siquiera alcanzarán para cubrir los costos relacionados con la docencia de pregrado, incumpliendo abiertamente lo que la ley dice al respecto, en el sentido de que estos aranceles deben dar cuenta de los costos que sean necesarios y razonables para impartir una carrera.

 Este nuevo cálculo implicará cerca de $26.000 millones anuales que dejarán de recibir estas universidades, afectando su calidad y, en última instancia, a los miles de estudiantes que albergan. En el contexto anterior, cabe preguntarse qué es lo que busca la autoridad y por qué lo realiza. La primera pregunta es más o menos obvia en su respuesta: lo que se persigue es limitar fuertemente el desarrollo de las universidades privadas, en algunos casos afectando de manera importante su sostenibilidad. Más aún: esta hostilidad hacia las universidades privadas pareciera perseguir otro objetivo más de fondo: motivar que algunas de ellas puedan incluso abandonar la gratuidad. La respuesta a la segunda pregunta es más compleja, pero de todos modos se relaciona con el recelo que le provoca la presencia de privados en ciertas actividades como la educación y la errada creencia de que solo lo estatal es garantía de calidad.

La nueva regulación de aranceles no solo pone en riesgo la sostenibilidad de las universidades privadas, que representan el 45% de la matrícula del subsistema, sino que también amenaza la diversidad y calidad del sistema de educación superior en su conjunto. Es imperativo exigir de la autoridad un comportamiento justo, transparente y apegado verdaderamente a la norma, de forma que no se perjudique a las instituciones que han mostrado un compromiso con la formación, la generación de conocimiento y el desarrollo del país, y que han permitido hacer realidad la anhelada movilidad social.

Por Juan Eduardo Vargas, rector Universidad Finis Terrae

 

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