Abstención



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

Obligar a votar es, a todas luces, un despropósito, cuestión que los políticos debieran saber mejor que nadie. Para empezar, porque no todo el mundo tiene que preocuparse de los asuntos públicos, ni lo desea (una perogrullada que H. Arendt se sintió en la necesidad de recordar, y vaya que se agradece). Dos, porque agigantar la actividad y participación pública apunta a asegurarse mayorías uniformes (la “voluntad general” o del pueblo), propias de democracias directas, antiguas y despóticas, o jacobinas, en desmedro del goce de la privacidad y libertad individual moderna (cito a B. Constant llevándole la contra a Rousseau). Tres, cuesta tragarse que los políticos quieran de verdad saber lo que piensa la ciudadanía. “La política [que] ha sido, durante siglos el arte de impedir que los hombres se impliquen en lo que les concierne, se ha convertido en el arte de interrogarlos acerca de lo que ignoran”. Acertada paradoja hecha notar por Paul Valéry que le permite también a Raymond Aron cuestionar este afán por hacerse de mayorías espurias. Es que, “nunca se sabe a ciencia cierta lo que quiere la mayoría”, agrega Aron. Otra perogrullada.

Pero, ¿hemos de dejar a un lado estas obviedades que nada importan a los políticos, también su complicidad en esta historia? Recordemos que el desfondamiento comenzó, no en 2012 con la inscripción automática y voto voluntario, sino mucho antes. Aylwin, en 1993, se dolerá que un millón de jóvenes no se inscribiera en los registros electorales. El problema vuelve a plantearse en 1997 cuando los desafectos con el sistema e indiferentes (si se cuenta a quienes no se inscriben, se abstienen o votan nulo y blanco) llegan a ser un 40,4% del electorado potencial, y en 2000 cuando en muy reñida contienda, se elige a Lagos con solo un tercio del universo posible. Y, otro tanto el 2012 al dispararse la abstención a un 60%, lo que terminó por volver patente que las autoridades pueden generarse con menos de la mayoría del padrón electoral. Cuestión que el nuevo sistema electoral acentuara, tolerando desde luego que se ganen escaños con ni siquiera un 5%. O bien, desconcertándonos eventualmente con votos nulos y blancos en algunos distritos superando a los candidatos más votados, escenario no inconcebible, de exigir que se vaya a votar.

Por último, cabe preguntarse: ¿por qué de ser obligada la ciudadanía habría de volverse más partícipe y comprometida con la institucionalidad? Al ciudadano se le fuerza, no es que se auto-obligue. Las elecciones funcionan a la pinta de los que acarrean. Es más, cualesquiera sean las mayorías logradas ¿servirán para gobernar? Pregúntenle a Piñera. Y ni digamos lo patético que es valerse de esta ortopedia; se nota que sin ella, no se la pueden. Seamos francos, los políticos se merecen el desprecio que se les tiene.

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