Escribió Hobbes que, para el soberano, “salus populi, suprema lex”, es decir, que la suprema ley, el mayor mandato, la obligación política y moral máxima, es la salud del pueblo. Sobre esa base, intérpretes posteriores (Pufendorf, por ejemplo, hace tres siglos) dedujeron que la primera forma de comprender esa salud sería el mínimo de la supervivencia, la integridad y la tranquilidad. Es la función primaria del Estado, que se convierte en una persona moral desde que la multitud se transforma en sociedad. La siguiente obligación es el bienestar de todos, del populi.

“El soberano” puede ser varios, como ocurre ahora en Chile: el Presidente, el Parlamento (sobre todo desde que le arrebató facultades al gobierno de Piñera y luego no las devolvió) y la Convención Constitucional. Cada uno tiene su función propia, aunque los hechos sugieren que al menos uno de ellos, el gobierno, está a la espera de que el tercero termine su tarea para decidir hasta dónde podrá concentrar todas esas facultades. Este es, como el sudor, un lado inherente, pero maloliente de la política: lo que se dice no es igual que lo que se esconde. Cuando el gobierno le toma el gusto al gobierno, cuando lo “habita”, empieza el peligro: el discurso público va girando hacia otra parte. Esto no ha ocurrido.

Pero dejemos por ahora al gobierno y al Parlamento, que tienen sus propios líos y están dedicados, se supone, a la salus del día a día.

¿Está la Convención Constituyente preocupada de la salus populi que debería emerger del único proyecto que tiene a su cargo? Desde que se estableció, la ha circundado un frondoso bosque de conceptos tales como “nuevo pacto social”, “casa común”, “nuevo contrato”, “casa de todos”, “segunda fundación”, todos los cuales significan cosas muy diferentes, aunque apuntan a una misma voluntad unitaria.

Por de pronto, la vox populi no parece muy presente: de las iniciativas populares de norma presentadas a la Convención, apenas un 11,9% han sido aprobadas en forma textual, mientras que otras tienen coincidencias “generales” o “parciales”, hermenéutica que le permitió a la presidenta María Elisa Quinteros afirmar que el 91,5% de ellas “ha tenido incidencia” en el debate. Es altamente improbable que los miles de firmantes de esas iniciativas sientan que han “incidido” simplemente porque la Convención mencionó sus temas.

Esto es concomitante con la deriva soberanista que adquirió la instalación de la Convención -que explica su hostilidad hacia la prensa-, y con la idea autosustentada de que constituye una “representación perfecta” de la sociedad.

Puestos en esa tesitura, era inevitable que muchos convencionales se sintieran llamados a luchar por el particularismo, la reivindicación identitaria y la defensa facciosa de intereses especiales. Rara vez se habrá visto una lucha más encarnizada por asegurar privilegios minoritarios: el convencional DC Fuad Chahin denunció el jueves que la recuperación ilimitada de tierras para pueblos indígenas fue negociada a cambio del bicameralismo asimétrico en el sistema político. No hay que tener mucha experiencia política para ver allí la punta de un iceberg.

El particularismo es una evolución rara de la izquierda mundial. Ser de izquierda significaba ser universalista, enemigo del separatismo, antinacionalista (esa era una categoría reservada para la extrema derecha), universalista e institucionalista. Cierta izquierda del mundo actual simpatiza con el separatismo catalán, apoya secesionismos regionalistas tipo Brexit o nacionalistas tipo Donbas y, en los últimos días, libera un atavismo exsoviético simpatizando por lo bajo con Putin. El fin de la Guerra Fría tuvo el raro efecto de desordenar el mapa epistémico de una parte de la izquierda.

Esa izquierda paradójica impera en la Convención Constitucional chilena, con una mezcla de banderas clásicas y causas identitarias que parece apuntar más a una sustitución cultural que al acto político de construir un “nuevo contrato”. La dimensión provocativa (y riesgosa) de su forma de razonar es visible en la cantidad simultánea de materias controversiales que ha querido zanjar dentro del apretado seno de sí misma: plurinacionalidad, indigenismo, mutilación del Senado, desintegración de las autoridades unitarias, justicias paralelas, naturalismo, animalismo, sexismo, revisión de tratados internacionales, sustitución de los partidos, inflación del Estado…

No hay en estos puntos un consenso que se pueda llamar “pacto social”. Más bien al revés: son campos de disensión legítima, en los cuales se lucha, laboriosamente, en la vida parlamentaria. La propia Convención ha tenido que admitir esta limitación, quitar muchas de las pretensiones inaugurales, dejar artículos generalistas y entregar una impresionante cantidad de resoluciones para leyes posteriores. Como van las cosas, la cantidad de artículos transitorios (otra forma de eludir la disensión) podría batir algún record.

Las encuestas muestran que el aumento de la intención de rechazar el texto se basa en la decepción; o, para ponerlo en los términos del bosque, en el sentimiento de que no está en construcción una “casa común”, sino otra cosa, algo más inhóspito y extraño. Las constituciones son lo contrario de las revoluciones: buscan dar un cauce a la convivencia entre gentes que antes fueron multitudes. Sólo en ese sentido pueden ser llamadas “pacto social”. La pena por no lograrlo es un infierno que, como buen infierno, parece eterno: la prolongación ad nauseam del debate constitucional.

¿Cómo juega esto con el estado de violencia que ya le produce desgarro al Presidente? La Convención no se siente responsable, desde luego. Algunos convencionales parecen creer que sin ellos el clima social sería mucho peor. A falta de contrafactual, imaginemos que su diagnóstico sea cierto. Pero la enfermedad persiste y no da signos de mejoría. El clima social no es más amistoso, ni grato, ni pacífico, ni tolerante.

La salus populi no anda nada bien.