Columna de Carolina Tohá: Obligación voluntaria



La discusión sobre el voto obligatorio ha vuelto a emerger tras la baja participación de las últimas elecciones. Es un debate fundamental y parece que esta vez tiene agua en la piscina. Lamentablemente, para darle sustento a esta reforma se ha construido un relato bastante liviano sobre la historia que nos trajo hasta aquí. Se repite que fue un error fatal terminar con la obligatoriedad del voto olvidando que éste nunca existió en realidad. Suele pasarnos con muchos temas, en que nos convencemos de un guion y lo repetimos sin mayor reflexión. El resultado es que miramos nuestro pasado reciente como si fuera un cuento infantil en que una tropa de villanos nos condujo por el camino del mal. La historia no es tan así, y más vale que aprendamos a mirarla bien si queremos aprender de ella.

Desde el retorno a la democracia lo que había en Chile no era voto obligatorio sino un sistema de inscripción voluntaria con obligatoriedad de votar para quienes se inscribían. La voluntariedad era aún más radical que la actual: se podía optar por quedar fuera del padrón electoral. En una elección dramática como el plebiscito de 1988 todo el mundo se inscribió, pero ese entusiasmo nunca más se repitió. Poco a poco fue incrementándose el número de personas no inscritas, especialmente entre los jóvenes de sectores populares. Esos grupos no sólo se abstenían de sufragar, sino que quedaban sin derecho a voto por no estar inscritos. Las candidaturas ya ni siquiera se molestaban en tratar de convocarlos o conectar con sus preocupaciones.

En el progresismo hubo una gran preocupación por este problema. Se hicieron campañas de inscripción y se intentaron reformas para simplificarla, pero nada funcionó. Año a año el padrón envejecía y con él nuestra democracia. En el gobierno de Ricardo Lagos se decidió ir al fondo del asunto y cambiar inscripción voluntaria por automática, manteniendo el voto obligatorio. El proyecto se rechazó porque la derecha se opuso en bloque y sólo ahí la idea de incorporar el voto voluntario tomó fuerza. En la aprobación del voto voluntario convergieron los que tenían convicción en ese mecanismo y los que teníamos muchas dudas, pero lo aceptábamos como una forma de lograr la inscripción automática. Fue, literalmente, un precio a pagar para abrir la puerta a la incorporación de los jóvenes en el cuerpo electoral.

Todos sabemos lo que pasó después. Se cumplieron los peores augurios. La participación siguió bajando especialmente en los sectores populares y los jóvenes. Esa baja, sin embargo, venía de antes. En 1989 un 82% de la población mayor de 18 años votó en las elecciones presidenciales. En 2009, aún con voto obligatorio, sólo un 57% votó. El 2013, ya con voto voluntario, un 50% participó y el 2017 un 46%. La tendencia se ha mantenido. La inscripción automática no logró revertirla pero, a pesar de eso, ha hecho su aporte a la vitalización de nuestra democracia. Sin ella, varios fenómenos positivos de participación electoral no se habrían producido. Gran parte de las 1.270.000 personas que votaron en el plebiscito y no lo habían hecho antes no hubiera podido sufragar por no estar inscritas. Más del 55% de ese grupo es menor de 37 años. Tampoco hubiera estado inscrito ese 15% adicional de electores de La Pintana y Puente Alto que participaron en el plebiscito constitucional sin haberlo hecho antes. Y es muy probable que se hubiera visto dificultada la irrupción de nuevas fuerzas y jóvenes líderes que se produjo en las parlamentarias del 2017 y en la Convención Constitucional.

Hoy se abre el espacio para instaurar el voto obligatorio manteniendo la inscripción automática. Enhorabuena. Su mensaje es que todas las personas que somos parte de la comunidad política llamada Chile tenemos una responsabilidad para con ella y nuestro deber de hacernos parte en las decisiones colectivas que se tomen en su seno. Si no nos gustan tenemos derecho a ser oposición, a criticar y protestar, pero no a lavarnos las manos. En ese sentido, la idea de un voto obligatorio con opción de retirarse del padrón electoral atenta contra la esencia de esta reforma. Ojalá esa idea no prospere, porque sería como decir que tenemos un deber con la patria salvo que decidamos no tenerlo.

Pese a todo lo anterior, el voto obligatorio no será la bala de plata para recuperar la participación democrática. Se requerirá mucho más. Una de las claves es construir un sistema político capaz de acordar cambios. El actual no se la puede. Los acuerdos se han usado casi siempre para frenar los cambios o diluirlos. Eso no da para más. Tampoco dará para mucho la estrategia de negarse a todo acuerdo con tal de no ceder jamás. Esa política de suma cero es parte de lo que tiene a la gente en sus casas sin querer votar. Avanzaremos en serio si junto al voto obligatorio empezamos a dejarla atrás.

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