Columna de Héctor Soto: Historias de autodestrucción



Desde la ficción. Decir que Tár será una de las mejores películas de esta temporada no tiene nada de aventurado. El tercer largometraje de Todd Field, filmado 16 años después de su película anterior, Secretos íntimos, tiene la altanería, el perfeccionismo y el latigazo inconfundible de la belleza y el talento en proporciones que no son las habituales de la cartelera en estos tiempos. Obviamente, este relato sobre una célebre directora de orquesta que ha construido una torre de marfil en torno a su figura, a su arte y a su prestigio es una gran película. En principio, la protagonista habita un mundo de soberbia y autoexigencias que es inexpugnable. En principio, también, los vientos del feminismo y la igualdad de género de esta época deberían protegerla. El drama que cuenta la película, sin embargo, es que las cosas no son tan simples. Que los abusos de poder no pueden ser atribuidos solo a la falocracia. Que la tentación autoritaria no siempre está asociada al machismo. Que el poder es un puñal artero que lo mismo sirve para herir o doblegar a los demás que para destruirte, a veces más por dentro que por fuera. Ahí es donde el autoritarismo puede llevarte a la destrucción o a la esclavitud. Aunque la crítica ha recordado insistentemente el precedente de La profesora de piano, título que dirigió Michael Haneke hará unos 20 años, la verdad es que pocas películas se han metido en el mundo de la música con el rigor quirúrgico y la sensibilidad de estas imágenes. No solo eso: en su totalidad esta cinta es una bofetada a los fetiches simplones del cine actualmente en boga, en orden a que todo debe ser claro, todo debe ser simple y todo debe ser corto. Tár no se somete a ninguna de estas servidumbres y por eso mismo está llamada a convertirse en una de las cintas más originales e imponentes del año. Lo será incluso sin contar con que la interpretación de Cate Blanchett en el rol protagónico está entre lo más fino, perverso y trabajado que hayamos visto en el plano interpretativo en mucho tiempo.

Desde la realidad. En el discurso fúnebre que pronunció ante la tumba de su compatriota Joseph Roth en París el año 1939, también austriaco y también judío como él, Stefan Zweig planteó que el autor de Job y La marcha Radestzky, entre otras obras maestras, eligió para matarse la autodestrucción alcohólica. Es más lenta que un tiro en la nuca o que lanzarse al vacío desde lo alto de un edificio, pero no es menos efectiva. Roth a esas alturas era un desesperado por partida doble. Llevaba largos años herido en el ala luego que su querida esposa fuera diagnostica de esquizofrenia; las cosas para él evolucionaron mal y más tarde el triunfo de Hitler en Alemania y la anexión de Austria desataron la catástrofe. Trató de neutralizarla en su interior abrazando el catolicismo y la causa legitimista de los Habsburgo, cosa que a muchos de sus amigos les costó aceptar, por supuesto. Pero además se sumergió en un plan autodestructivo que, consumado día tras día y hora tras hora, lo convirtió en un asesino de sí mismo, en un alma en pena acorralado por la marginalidad, por las deudas, por la soledad, por la depresión, por el desarraigo. A pesar de haber sido un autor muy exitoso y un periodista de gran prestigio en Berlín durante un tiempo, nunca tuvo una casa; vivió siempre en hoteles y terminó convertido en problema no solo para sí sino también para sus amigos y el entorno. Zweig debe haber acudido con culpa a esa oración fúnebre. Como escritor exitoso y hombre rico, está claro que lo había ayudado y prestado dinero, pero ¿hizo todo lo que estaba a su alcance para rescatarlo? El libro Variaciones Joseph Roth, del novelista y ensayista argentino Edgardo Cozarinsky, recientemente publicado en la Colección Vidas Ajenas por Ediciones UDP, es un hermoso tributo a la memoria del escritor. Excelente publicación. Cozarinsky va a los lugares que Roth frecuentó, recorre el imaginario de sus libros, repasa la biografía de las mujeres de su vida, revisa algunas de sus creencias y aversiones (al cine, por ejemplo, lo que a Cozarinsky, que fue crítico de cine, ciertamente debe dolerle) y, en fin, traza un retrato magnífico de un escritor indispensable que con los años no ha dejado de crecer. Otra idea que deslizó Zweig al despedir sus resto en el cementerio de Thiais es que, no obstante todas las fatalidades y miserias de la vida de Roth, su prosa, sus relatos, sus artículos, jamás se contaminaron con la sordidez o la bancarrota personal: “Debilitado en su pobre y frágil cuerpo, perturbado en su alma, se mantuvo siempre íntegro en su arte, en su arte con el que no se sentía responsable de este mundo que despreciaba, sino del que vendría después: fue un triunfo sin igual -dijo él- de la conciencia por sobre el hundimiento del mundo externo”.

Inflación. Hay veces que la liberalidad manirrota de la crítica al repartir reconocimientos y elogios por razones de compromiso no hace otra cosa que devaluar el mérito y abaratar el juicio. Por lo mismo, en tiempos tan inflacionarios como los actuales, la recomendación es a creer solo en la mitad de las mitades. No vaya a creerse, por ejemplo, que Argentina, 1985, la realización de Santiago Mitre, sea una gran película, por muy nominada al Oscar que esté, porque en tiempos normales en el mejor de los casos sería una cinta más empeñosa que buena. Tampoco, que la coreana La decisión de partir, avalada por el 93% de las críticas según las métricas de Rotten Tomatoes, tenga algo que ver con el gran cine que se está haciendo en Asia. Es solo un pastiche hitchcockeano de Park Chang-wook que Cannes se tomó muy en serio y que es tan difícil de entender como de soportar hasta el final de la proyección.

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