Columna de Héctor Soto: Rompiendo empates

Jorge Luis Borges.


Borges revolucionario. Tal como en sus conferencias, no habla por hablar, así también en sus ensayos literarios Javier Cercas no escribe por escribir. Si en su libro El punto ciego (Random House, 2016) dijo provocativamente que aunque los españoles habían inventado con El Quijote la novela como género literario, a juicio suyo, después, durante 400 años, sus compatriotas se durmieron en los laureles y se olvidaron de cultivarla y renovarla. Tuvo entonces que venir el boom latinoamericano para devolverle fuerza, garra y espesor al género. Ahora, en un desafiante ensayo sobre Borges que está incluido entre los escritos de su libro No callar. Crónicas, ensayos y artículos 2000-2020 (Tusquets, 2023), el autor de Soldados de Salamina plantea que tal como Garcilaso adaptó al castellano los ritmos y la música del italiano, y tal como Rubén Darío hizo otro tanto incorporando a nuestro idioma la música del francés, así también fue Borges, en la tercera gran revolución de nuestras letras, quien familiarizó el castellano con los ritmos y la disciplina del inglés, o al menos con la de ciertos poetas ingleses y con la prosa de autores como De Quincey, Chesterton, Kipling o Stevenson. La idea de Cercas es que Garcilaso, Darío y Borges establecieron por lo bajo un antes y un después en la literatura en español y que, tras la revolución que gatillaron con sus gigantescas contribuciones, nadie pudo seguir escribiendo de la manera en que se hacía antes. Cercas va incluso más lejos: dice que después de Borges la literatura mundial, esto es, ya no solo la española, cambió para siempre. Borges, según él, sería el primer autor de la posmodernidad. Si existe eso que suele llamarse posmodernidad, bueno, entonces Borges sería su fundador. Por supuesto que se trata de un ensayo espléndido. Es luminoso, revelador y también muy discutible, como ocurre siempre, inevitablemente, con las posiciones que rompen los empates y desordenan el tablero. No callar, en todo caso, en sus 750 páginas habla de literatura, pero solo en lo menos. En lo más, es un punzante y entretenido celescopio de opiniones, denuncias, reflexiones y testeos sobre la nueva y vieja política, sobre el autonomismo catalán, sobre el futuro de Europa y los desafíos del porvenir. Cercas siempre dijo que le mereció sospechas eso de ser y de convertirse en un intelectual, porque en su juventud lo sentía como el refugio de un escritor que en vez de tomar en serio su trabajo con las palabras y de hablar sobre lo que sabía, se tomaba muy en serio a sí mismo para hablar de lo que no sabía. Era una simplificación, por cierto. La vida le enseñó que el escritor también es un ciudadano con derecho a opinar y a prevenir. También, que es posible concebir una suerte de modus vivendi, por así decirlo, entre la escritura del novelista y los artículos o conferencias del ciudadano, toda vez que se interponga un muro entre ambas funciones. El novelista trabaja con la ficción (y también con la realidad), pero siempre desde la ambigüedad y la ironía. El articulista ciudadano, en cambio, escribe porque se la quiere jugar defendiendo posiciones y diciendo que sí o que no respecto de múltiples temas. Es malo que el novelista derrote al intelectual, porque sus artículos saldrán deslavados y a medias tintas. Pero es peor que el intelectual anule al novelista, porque en ese caso de su pluma ya no saldrán novelas, sino panfletos propagandísticos o pedagógicos, cosas que no tienen nada que ver con la literatura.

¿Qué masculinidad? El poder del perro, de la australiana Jane Campion, no fue por supuesto la primera película que llamó a desconfiar de los tradicionales arquetipos de masculinidad del western. Antes ya lo había hecho Ang Lee en Secreto en la montaña que, sin ser un western en sentido estricto, apelaba a los decorados, la utilería y la moral canónica del género para narrar una pasión entre dos hombres. Ahora, con Esa extraña manera de vivir, el cortometraje de Almodóvar con Ethan Hawke y Pedro Pascal que entró hace algunos días a la cartelera, el revisionismo o la demolición de la ortodoxia del género avanza un poco más. Aunque en realidad no mucho, porque, por muy queer que sea este pequeño melodrama de amantes que se reencuentran en Bitter Creek, Texas, 25 años después de la pasión que los unió, el concepto de masculinidad del Lejano Oeste sigue más o menos intacto. Hombre es quien afronta sus responsabilidades; quien opta por la bondad y la decencia; quien desde la humildad no alardea de sus puños ni de su coraje, aunque tampoco tiene mucha paciencia si lo molestan o lo provocan; quien no busca peleas, aunque tampoco las rehúye; quien jamás dispara por la espalda; quien sabe que hay momentos críticos donde la patria, la comunidad, la familia o la pareja exigen o merecen sacrificios incondicionales… Así las cosas, disfrácenlo como quieran, maquíllenlo, pónganle collares o afeites, con o sin cosmética, al final, como decía John Wayne, “un hombre es quien tiene que hacer lo que un hombre tiene que hacer”.

El cine del Oeste. Borges consideraba que los westerns de Hollywood habían sacado la cara por la épica en el siglo XX. “Es raro -declaró alguna vez- que los escritores hayan olvidado uno de sus deberes, que es la épica, y que haya tenido que ser Hollywood el que la mantuvo. Es un género que la humanidad necesita”. Clint Eastwood, por su parte, considera que, junto con el jazz, el cine del Oeste es una de las dos grandes contribuciones originales de Estados Unidos a Occidente.

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