Columna de Héctor Soto: Transgresiones

El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima.


SEXO, SEXO. Finalmente, 46 años después de su estreno en Francia, puesto que en su país nunca pudo ser exhibida, El imperio de los sentidos llega a nuestras salas de cine. Para el mundo cinéfilo local a lo mejor no es un gran hito, porque la censura cayó hace años y las últimas décadas multiplicaron las plataformas a través de las cuales ha sido posible ver cualquier película. Así y todo, la exhibición de la cinta de Nagisa Oshima, representante del rupturismo contestatario de los años 60 en el cine japonés, es más que un símbolo porque sus imágenes todavía conservan el octanaje provocador que su autor quiso darle. Después de todo, esta es una película que corrió los límites, que desmanteló tabúes y asumió riesgos no menores en su época, al intentar invocar las plenitudes y demonios asociados a la pulsión sexual. Ambientada en el Japón anterior a la Segunda Guerra Mundial, la obra describe la relación desenfrenada que establece un hotelero con una de las camareras de su negocio y que en el pasado ejerció la prostitución. Aunque la historia funciona quizás mejor en abstracto que en el ceremonial, muy japonés por lo demás, de los compulsivos encuentros de estos amantes, muy pronto queda claro que esta es la historia de una pasión que se devora a sí misma. Teniendo un planteamiento muy coherente, El imperio de los sentidos es una suerte de precario armisticio entre la audacia del realizador, la desorbitada obsesión sexual de sus personajes y el pornexplotation que ronda como fantasma sobre la realización. La idea del arrebato sexual que no se controla ni se contiene, que tampoco se satisface y que por lo mismo va escalando, en cantidad, en morbo y en intensidad, hasta los límites donde el placer ya se convierte en dolor y el éxtasis en sometimiento y mutilación, ha estado en el imaginario erótico de todos los tiempos. Sexo sin límites. Desde esta utopía específica figuras como Sade, Bataille, Fourier y un largo cortejo de libertinos y hedonistas instó a desmantelar las represiones en nombre de la naturaleza y en nombre de la libertad. Está bien; se entiende. Pero en este plano no hay victorias definitivas ni soluciones simples, entre otras razones porque, como lo supo siempre el pensamiento conservador y como también lo estableció Freud, no hay sociedad ni hay civilización que sean posibles sin prohibiciones. Es por las represiones y no por otra cosa que el sexo, aparte de ser una cuestión biológica, es también una construcción cultural. Es por lo mismo que una cosa es la sexualidad y otra el erotismo. A pesar de su declarado domicilio moral en el libertinaje, el propio marqués de Sade siempre lo tuvo claro y por eso imaginaba una sociedad “con pasiones fuertes y leyes blandas”, donde el derecho a gozar podía eventualmente, en el fragor orgiástico de su carnicería de violaciones y ultrajes, lastimar o entrar en conflicto incluso con el derecho a la vida. Sí, puede ser cierto que en alguna zona el erotismo conecta siempre con algún grado de transgresión. Y también que la pura desinhibición se vuelve superchería mecánica, industria, faramalla o banalidad si en la otra punta, o en la misma punta, no conecta con la emoción o los afectos. Los amantes de El imperio de los sentidos están a un tris de la desconexión.

Pleasure.

PORNO. A pesar de la emancipación y del aparente éxito con que estos tiempos creen haber domado las furias de Eros, no por nada el tema sigue siendo una piedra incómoda en el zapato de la conversación social. Pleasure, película que estrenó hace poco Mubi, primer largometraje de la cineasta sueca Ninja Thyberg, cuenta la triste historia de una chica de 19 años que viaja de Estocolmo a Los Ángeles para trabajar en la industria del porno. No sabe mucho a lo que va, está claro que hasta ese momento ha estado dando botes en la vida y que sigue buscando su destino, pero cree que ahí podrá labrarse un futuro que le significará primero fama y después dinero. Con lo que se encuentra -miren qué novedad- es con un mundo tremendamente sórdido, de pungas y personajes desfondados, de experiencias humillantes, de expectativas rotas, de realidades que refutan con brutalidad los destellos de glamour, belleza o placer que la industria quiere vender. ¿Hay algo rescatable en todo esto? A lo mejor, poco, pero la dimensión documental mejora mucho el resultado. Los Ángeles efectivamente puede ser una ciudad atroz. Siendo una película muy dura, dramáticamente desangelada y genitalmente explícita, Pleasure tiene momentos convincentes y triunfa sobre dos tentaciones que pudieron haberla desbarrancado al panfleto: se abstiene tanto de la inapelable condena del feminismo a la pornografía como de la prédica moralizadora de las costumbres. Esta película no juzga. Solamente mira.

EL REPOSO DEL GUERRERO. Michel Houellebecq, l’enfant terrible de las letras francesas, está de vuelta en las librerías con Aniquilación, un volumen de 600 páginas que mezcla, en una trenza en realidad bien poco original, los trapos sucios de la alta política, los delirios destructivos de una célula anarquista, el matonaje de las grandes corporaciones, las miserias emocionales de la modernidad y las heridas de un grupo familiar contra las cuerdas, a raíz del accidente cerebral del padre y del diagnóstico médico letal que recibe su hijo, el protagonista. Nada nuevo bajo el sol, pero de un modo u otro aquí se siente algo del pulso de una sociedad al borde de la desintegración. Ha sido el gran aporte del imaginario del autor. No tiene la frescura de Las partículas elementales, tampoco la desfachatez deslenguada de Plataforma ni la originalidad imponente de El mapa y el territorio. Pero convence más que Sumisión y que Serotonina. El gran aguafiestas de la Europa globalizada está pidiendo a gritos creer en algo y este puede ser su libro más compasivo y edificante. ¿Arrugó Houellebecq o, como lo dice él mismo en los agradecimientos que cierran el libro, en algún momento hay que parar?

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