Columna de Héctor Soto: Últimos días

Ana de Armas en Rubia.


MARILYN ANTE LA GRABADORA. Ahora que Netflix la ha traído de vuelta a la conversación cotidiana a raíz del estreno de Rubia, es bueno recordar algunos hechos. Por ejemplo, que a diferencia de la prensa sensacionalista, más interesada en el cómo murió que en el cómo vivió, en un artículo dedicado a Marilyn como actriz, el crítico Jonathan Rosenbaum no se hace parte de ninguna de las hipótesis o rumores según los cuales el desenlace de ella tendría más que ver con un asesinato que un suicidio. Lo que sí plantea es que era una actriz muchísimo más inteligente de lo que se suponía y también bastante más culta y leída de lo que su imagen pública como sex symbol proyectaba. No lo dice, claro, por el matrimonio de la actriz con Arthur Miller, que al parecer no fue gran cosa lo que la ayudó en este plano, aparte de hacerla sentir culpable de su belleza y su cuerpo. Lo dice por las citas a Freud, a Shakespeare y otros autores contenidas en las cintas que ella grabó para su psiquiatra, Ralph Greenson, semanas antes de morir. Estas cintas son el gran misterio de Marilyn y es curioso que a estas alturas estén sepultadas en el olvido. ¿Por qué las grabó? Básicamente porque el psiquiatra quiso someterla a esos ejercicios de asociación libre que son canónicos en su gremio. A ella el juego no se le daba en las sesiones de la consulta y por eso el terapeuta le pidió que los hiciera frente a una grabadora. Hubo una transcripción necesariamente inexacta de esos testimonios alguna vez en Playboy. Lo que se sabe es que Greenson autorizó solo a una persona a escucharlos, solo una vez y en su consultorio, y esa persona fue el asistente del fiscal del distrito de Los Ángeles que investigó su muerte. La transcripción de Playboy se limitó a lo que ese funcionario judicial recordaba haber escuchado. Ahí termina todo, porque Greenson murió en 1979 y se cree que antes de morir destruyó las cintas para siempre. Se entiende: estaban cubiertas por el secreto profesional. Y si es que entregaban pistas de su deseos de seguir viviendo, por supuesto hay que descartar la alternativa del suicidio, que tanto el psiquiatra como el asistente del fiscal nunca se compraron. Ahora bien, eso tampoco es prueba de un eventual asesinato. Hay otras variables. Quizás había llegado muy lejos. Estaba el factor alcohol. Estaban los barbitúricos y los somníferos que se había acostumbrado a ingerir sin mayor control. Y está también la fragilidad de la vida, con sus cuentas a favor y en contra, incluso en un ser tan adorable como ella.

BORGES EN LA DESPEDIDA. Sí, es verdad, el centro de Buenos Aires también está degradado en términos urbanos, aunque desde luego no a los niveles de aquí en Santiago. El tema de la calidad urbana, sin embargo, no puede medirse únicamente por los locales comerciales desocupados, los carterazos, los muros rayados y los vendedores ambulantes. También existe eso que se llama densidad cultural, con la que el turista puede encontrarse en el lugar más impensado. Como, por ejemplo, caminando por Suipacha y pasando, a la altura del 521, por la librería de Alberto Casares, Libros Antiguos & Modernos. En la vitrina, un enorme reproducción de dos fotografías de Borges con el librero y su grupo, además otra de Borges sentado con su amigo de toda la vida, Adolfo Bioy Casares, que está de pie. ¿La fecha? Ambas son de la tarde del 27 de noviembre de 1985. ¿El motivo? Borges acudía a una exposición de primeras ediciones de libros suyos que Alberto Casares había organizado en su honor. No es que la exposición llenara de euforia al escritor, pero fue él mismo quien puso la fecha. Casares, que lleva 50 años a la cabeza de su librería, después se enteró que al día siguiente Borges pensaba viajar y lo invitó a elegir otro día, para que no se sintiera tan presionado. Él no quiso. No, hagámosla ese día, insistió. Casares dice que Borges al comienzo estaba entusiasmado con el proyecto, no obstante advertirle que las primeras ediciones no le generaban mayor emoción y que él no iba a facilitar ninguno de sus libros, que tampoco se preocupaba de conservar. Eso, lo de conseguir los libros, es asunto mío, le dijo el librero, que por lo demás tampoco era un gran amigo suyo. Lo conocía, lo admiraba ciertamente, pero no figuraba en los círculos más inmediatos de las amistades del autor de El Aleph. Después –cosa rara- algo pasó con el correr de los días y Borges se desmotivó. Incluso avisó que no iba a poder acudir. La exposición, con todo, ya estaba programada y se tenía que hacer de todas maneras. Casares no perdió la confianza y llamó a Borges el mismo día de la exposición, a eso 14 horas, porque en ese momento “el señor iba a estar solo”, según le dijo su empleada. Fue lo que hizo y, una vez que le pasaron el fono, Borges, como si nada, como si no se estuviera desdiciendo, le dijo que pasaran a buscarlo horas más tarde a su departamento en el centro. Finalmente, entonces, llegó a la librería, que entonces estaba en Arenales y era más chica, y se quedó hasta mucho más allá de lo previsto, aunque había dicho que a las 19.30 tenía agendada una reunión con un grupo de hispanistas ingleses. ¿Por qué es importante todo esto? Bueno, porque la cita fue muy dramática, dado que ese fue el último día de Borges en Buenos Aires. Al día siguiente se embarcaba con destino a Italia, donde estuvo hasta fines de enero del 86. Luego, contrariando a los médicos, porque ya estaba muy débil, saltó a Suiza y ese fue su último destino. Se lo había dicho esa tarde a Alberto Casares: “Ya no voy a volver”. Y como fue demasiado asertivo en su afirmación, obviamente que él no le creyó. Preciosa historia, ¿verdad? Jorge Luis Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. Digan lo que digan los nostálgicos y hagan lo que hagan los piqueteros, y por Dios que se empeñan en arruinarlo todo, Buenos Aires es una ciudad que está viva.

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