Columna de Joaquín Trujillo: El príncipe idiota

El idiota
El príncipe idiota.


No se precisa dignidad nobiliaria para merecerse el título de “príncipe idiota”. Se puede ser perfectamente plebeyo.

Como el del estudiante revolucionario sociópata, el principiante con suerte, el insignificante enfermo de amor propio, la bataclana de convento, el sofisticado mitómano, este otro arquetipo, el “príncipe idiota”, fue descubierto y desarrollado por ese Newton del intestino humano que fue Fedor Dostoievski.

En la novela publicada entre 1868 y 1869 “El Idiota”, una obra monumental que en el orbe de toda novela magnífica está repleta de escenas innecesarias de aparente relleno, el príncipe Lev Nikoláievich Myshkin, su protagonista, se ve envuelto en una serie ininterminable de intrigas, de las que participan infinidad de aprovechadores, malvivientes, arribistas vulgares, cazafortunas y toda suerte de truhanes afines a los estratos altos. Con uno que otro momento de lucidez, sentido de sobrevivencia, no sé, mínimos recursos, Myshkin logra abrirse paso hasta una genuina categoría moral, una que ha sido señalada por grandes pensadores entre los que hay que destacar a Romano Guardini.

Él es un inocente sumergido hasta el cuello entre culpables, por no decir delincuentes de tiempo completo. Pero su mayor mérito es ser un imbécil que sabe poco y nada de sus amargas compañías. Para el caso del “príncipe idiota” el dicho “dime con quién andas y te diré quién eres” apenas podría aplicarse, pues se trata de alguien cuya santidad refulge precisamente por esa mala junta.

La moraleja del libro de Dostoievski es que las buenas personas, por un principio de levitación moral universal, se hacen queribles hasta en el sincorazón de los demonios. A la larga, estos serán capaces de lanzarse a una guerra sin cuartel por darles auxilio. Y es que de la inocencia es el Reino de los Cielos. Nunca llega a espesar la tesis de Kant según la cual pueda funcionar una sociedad integrada en exclusiva por diablos astutos. Ellos inevitablemente irán a descansar, a conciliar la confianza del sueño en ese metro cuadrado de paraíso que es una persona decente, tonta, o sea, noble como el principe idiota.

No quiero defender que este personaje que hallamos tan medido no sepa defenderse. Claro que lo hace. Pero su estrategia no posee estrategia, es la de un kamikaze del buen nombre, no por criterio sociológico, sino descriterio consuetudinario.

Porque uno de los aspectos simpáticos del “principe idiota” es que de santurrón, hipócrita y de supremacista moral no tiene nada. Más bien, es un optimista escrupuloso que se sabe siempre culpable de algo indeterminado. Es un deudor universal como también lo son el general de los caballeros.

Si ocurriera que uno de estos príncipes idiotas que, gracias a Dios, siguen existiendo en el mundo, se metiese en problemas con la justicia, hasta sus abogados podrían engañarlo, mostrarle esta columna y decirle: Mira, estamos logrando que, aunque de manera muy oblicua, cierta opinión pública, si bien con extravagancias, te comprenda.

Y el idiota se lo creerá puesto que en virtud de esas creencias el mundo, de malo, no se acaba.

Por Joaquín Trujillo, investigador CEP