Columna de María Paz Arzola: A dos años del fracaso de la Convención

A dos años del fracaso de la Convención
A dos años del fracaso de la Convención. (Foto: Andrés Pérez)


Casi dos años atrás, una abrumadora mayoría rechazó el texto propuesto por la Convención Constitucional que, de acuerdo con lo señalado por el constitucionalista Rodrigo Delaveau, contenía un total de 132 derechos, superando los 99 de la Carta Magna ecuatoriana, la que más posee en la experiencia comparada. Una posible lectura de estos hechos indica que los chilenos le dieron una contundente lección a parte de la clase política y a cierta elite que, en lugar de ocuparse de los problemas sociales que afectaban -y afectan- al país, pretendió desligarse de la responsabilidad de sus soluciones, enunciando numerosas aspiraciones como derechos y evadiendo así la necesaria discusión sobre su factibilidad y los medios necesarios para satisfacerlos.

Lo de la Convención, sin embargo, no fue ni es un hecho aislado y es bueno tenerlo claro. Primero, porque la tendencia a proclamar derechos sin una definición respecto a los costos asociados a ellos, es un fenómeno ya presente en la práctica internacional, aunque no exento de críticas. Es así como, años atrás, la filósofa británica Onora O’Neill (1996) denunció lo que para ella era el “lado oscuro de los derechos humanos”, esto es, la creciente introducción de reivindicaciones abstractas sobre bienes y servicios considerados como derechos universales, pese a que no cumplen con el requisito fundamental de ir acompañadas de una asignación clara y precisa de quiénes son los portadores del deber correlativo que se requiere para poder reclamar su cumplimiento. En sus palabras, ello lleva a una “inflación de derechos” que diluye el efecto práctico que declaraciones de este tipo deberían tener y constituye una “amarga burla” hacia los más pobres, a quienes se les prometen derechos socioeconómicos que, en los hechos, necesitan mucho más que la mera proclamación.

Pero también, el espíritu de la Convención sigue presente en el país -aunque de forma más solapada-, tomando la forma de iniciativas que, excusándose en motivos nobles, subestiman las complejidades de la realidad y proponen fórmulas simplistas, como el proyecto de equidad salarial o la insistencia en crear un asegurador estatal monopólico en salud. Una vez más, lo que se encuentra aquí es la idea de que la sola identificación de una necesidad basta para validar cualquier medio, sin siquiera juzgar antes su eficacia o su factibilidad y así anticipar sus efectos.

Si realmente queremos lograr avances que signifiquen un mayor bienestar para los chilenos, debemos atender la lección que los votantes dieron hace casi dos años. Y, como propone O’Neill, probablemente debamos recurrir a una fórmula distinta, que ponga el foco no tanto en los propósitos, sino más bien en los medios para alcanzarlos y, en particular, en los deberes y en sus portadores. Ello “exige ser más realista, claro y honesto sobre las cargas, su justificación y su asignación”, esto es, sobre aquello que verdaderamente tiene el potencial de producir los cambios deseados.

Por María Paz Arzola, Libertad y Desarrollo