Columna de Marisol García: Color desesperanza

El músico argentino Sergio Rotman.

No es que “La alegría de vivir” no encuentre su espacio en la canción de autor, pero que el saxofonista de Los Fabulosos Cadillacs, Sergio Rotman, haya titulado Odio a su nuevo disco solista es algo que uno puede entender perfectamente.



Incluso un ciudadano ejemplar, hasta el más optimista y bienintencionado, puede entender la exasperación que produce el intento de felicidad por decreto de ese tipo de canción popular llamada a subirnos el ánimo con los más banales consejos de evasión. No hay ritmos ni poesía particulares en esa autoungida misión social, tan poco efectiva como insistente: la enumeración de Bonito avanza acelerada, Don’t worry be happy es una relojería vocal y Color esperanza, una invitación percutiva. Pero si la felicidad dependiera de estribillos adherentes, guardaríamos discos en el botiquín.

Dan ganas de creerle a Celia Cruz que quien piense que “la vida es desigual tiene que saber que no es así”, pero su recomendación se desfonda al primer atisbo de realidad. Al menos en Chile, una generación aprendió a desconfiar del macabro placebo propuesto por Jorge Pedreros en “Ríe cuando todos estén tristes”: ignorar y volver a sonreír podía constituir, en los años 80, una afrenta moral. No es que “La alegría de vivir” no encuentre su espacio en la canción de autor -ahí está la maravilla flamenca homónima de Ray Heredia, entre tantas, para desmentirlo- pero que el saxofonista de Los Fabulosos Cadillacs haya titulado Odio a su nuevo disco solista es algo que uno puede entender perfectamente.

La argumentación de Sergio Rotman ha sido, además, contundente: “Es una forma de reafirmar ese sentimiento sobre todo con las generaciones nuevas que utilizan el hater como algo despreciativo. No usé el odio como una energía sino como algo estético. Tampoco tiene que ver con la violencia sino más bien con la frustración”.

Nos cautivan el canto y la autoría cuando vienen desde un lugar de incomodidad. Considerando el riesgo de desajuste personal o social que se transmite al hacerlo, la exhibición amplificada de las propias heridas tiene pocos beneficios garantizados, y al menos por eso podemos liberar a sus responsables de cualquier sospecha de cálculo. A Lou Reed el día perfecto no le duró más de veinticuatro horas (y quién se lo hubiese creído si no). Canciones en las que se cuela aunque sea un trazo breve de contradicción, de escepticismo o de autosarcasmo parecen más confiables que los de esperanza a todo evento o con la risa de Palito Ortega. El pop no puede ser un instructivo de ánimo; a lo sumo su registro. Es un tipo de creación que no tarda en develar intenciones de maqueta y arengas egóticas en falsa primera persona del plural. Antes que el agárrense de las manos de la shiny happy people prefiere uno terminar otra vez a solas (naturalmente, como Gilbert O’Sullivan).

Por cierto que la impostura es tan factible en una declaración de amor como en un breve manifiesto anárquico; ya ironizó con ello Jorge González en Me pagan por rebelde. Pero es en el campo del buenondismo colectivo donde la música popular acaso muestra más ejemplos de rimas flojas, de obviedades manidas, de sentencias incomprobables y aspiraciones absurdas. Siglos de historia no han dado con la clave de una mancomunión humanista perdurable, menos lo hará de pronto una canción. Hay algo peor que liberar tal utopía al tarareo irreflexivo: pretender lucrar con ese engaño y ubicarse con él en el podio de quien dirige los himnos sin ni asomo de duda.

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