El deseo por aprovechar el tiempo con panoramas, viajes y planes es una de las obsesiones que recorren nuestra época. Tener los días ocupados por actividades de interés personal o social –lo que llaman maximizar las horas– es una forma de exprimir la vida como si fuera un limón. La idea que subyace a este comportamiento es no perder ni un segundo aburrido, lánguido, dándose vueltas sobre sí mismo. El ocio y la procrastinación están vedados en esta cultura que anhela tener el control.

Tal vez la expresión más icónica de esta actitud es Joe Rogan, exdeportista que se ha transformado en un polémico entrevistador y en la estrella de Spotify con su podcast. Invita a personajes diversos, incorrectos, con los que conversa largo rato. Muchos de ellos son científicos, expertos en tecnología o celebridades. Oí los capítulos en los que dialoga con el psiquiatra Jordan Peterson, con el músico Roger Waters, otro dedicado al director de cine Oliver Stone y el episodio de Elon Musk, donde este fuma marihuana.

Lo que le interesa a Rogan es conocer a sus entrevistados: ellos muestran su experiencia y cuentan de qué manera practican la libertad y qué entienden por esta. Trata de evadir la teoría, prefiere el dato, la definición concisa. Es un sujeto repelente por la ansiedad contenida que transmite. Le preocupa demasiado su físico y el “wellness”. No se considera el inconsciente, ni el azar. Le gustan las teorías conspirativas, que son la demostración más básica del pensamiento paranoide.

En Chile aún no tenemos a ninguna estrella pop canalizando esta índole de fijaciones. Pero se encuentran esparcidos por YouTube una serie de canales en los que se habla de asuntos semejantes. Abundan los gurúes que enseñan a ordenar la existencia en torno a cultivo del cuerpo y a obtener las mayores ganancias con el menor trabajo. Es una variante peligrosa de una filosofía pragmática que degenera el concepto de individuo.

Distinto al apetito ganador y voraz es la postura de Álvaro D. Campos en sus Diarios y posteos en Facebook. Escribe en su celular lo que ve y dentro de sus especulaciones no está potenciar ni capitalizar nada. Su temperamento es melancólico y ácido; es un lector con un amplio rango de intereses. Su nombre es idéntico al famoso heterónimo de Fernando Pessoa. Le agregó un letra D para molestar y marcar distancia. Vive en Pudahuel y trabaja en un negocio de barrio detrás del mesón. Está atento a los caracteres, al lenguaje, las distinciones sociales y al paisaje que lo rodea. Su capacidad para asociar y detenerse en cuestiones menores asombra: “Es maravilloso cuando los maestros reconocen voluntad propia a las cosas inanimadas. Cuando el gasfíter que no puede soltar una tuerca te mira y te dice: no quiere”.

El talento de D. Campos radica en observar y discurrir. Su prosa es rápida y directa, escrita sin florituras. Quiere ir al grano, pues se trata de un aforista, un voyeur y de “un psicólogo del espíritu”, que se juega en la agudeza cada una de sus afirmaciones. “Frente a la indignación y la ofensa generalizada que el mundo impone hoy como método de educación moral, Horacio aconsejaba el castigat ridendo mores: corregir las costumbres riendo”.

El humor y el tono están lejos de la premura. Es escéptico, no se permite expectativas ni aspira a progresar, menos a pertenecer. Su hijo y su familia son un refugio, el que es examinado con ternura y atención. La perspectiva de la sociedad que se desprende del autor de Diarios es la de un vigilante, conservador y anarquista, que oscila, no quiere definirse, se inclina por extraer de autores antiguos frases que hacen sentido en la actualidad. Es decir, alguien que reconoce la circularidad de la historia, porque su posición de diletante le permite pasar por la filosofía y la literatura y mantenerse al margen. Campos lee con placer omnívoro y transmite sus preferencias y discrepancias. Su interés por la idiosincrasia es esencial. Registra las ideas que circulan como lugares comunes y las desarma. Anota las mutaciones de las conductas de ciertos grupos que mira a menudo. Traza un horizonte desolado, postpunk, pobre y lleno de códigos ocultos que sabe detectar. Los triunfadores no caben en su óptica descreída. Solo cobran interés cuando pueden ser objeto de conjeturas, en calidad de figuras excéntricas y ajenas. Su resquemor hacia los poetas recuerda a Witold Gombrowicz.

Álvaro D. Campos es una voz nueva y singular, cuyo estilo está maduro. La modestia que exhibe es irónica, sus opiniones adolecen de inocencia. Recién comienza su inscripción literaria. Cuidará su lugar, sin dudas, ya que la independencia es decisiva en su disposición ante los otros. El arrojo de sus reflexiones y su erudición destacan. Saca risas su recelo, y provocan emoción sus preocupaciones como padre: “El ser humano se hizo paso a paso balbuceando, tal como hoy mi hijo gorgojea con escalofriante seriedad”. Aunque, a mí, lo que me conmueve son sus temores, obsesiones, su hipocondría, timidez y fragilidad”.