Columna de Matías Rivas: Cómo vivir solos

Vivian Gornick. Foto de Josh Libatique


Desde hace años observo la misma escena: cerca de las siete de la tarde distintas personas se dirigen a un minimarket a comprar un sándwich envasado, una cerveza o bebida en lata, un paquete pequeño de maní o, en ocasiones, un dulce barato. Luego, vuelven a sus hogares dispuestos a conectarse a la televisión y descansar. No los esperan, viven en una pieza arrendada o en un departamento pequeño. Al otro día se levantan temprano a trabajar. Son adultos sin entusiasmo en cuyos rostros asoma la resignación. Han avanzado en sus vidas, sin duda, pero se sienten solos.

Supongo que situaciones similares se dan en todas partes. La soledad se ha instalado en las sociedades contemporáneas con terribles consecuencias. Las más mencionadas son la depresión y el suicidio. Miles de personas se sienten asoladas por el abandono o la incomprensión, a tal punto que en algunos países se han implementado políticas públicas con el fin de mitigar esta tragedia. Los japoneses tienen un ministerio dedicado a este tema. Lo curioso es que la solución es conocida, se llama amistad. Por cierto no es fácil de implementar, no existen manuales ni las fórmulas que enseñen esta virtud. Aristóteles en su Ética a Nicómaco la analiza. Según Maurice Blanchot, se trata de una complicidad al margen, que implica reserva y familiaridad. Es gratuita y pasa por el reconocimiento de la extrañeza común. La compañía perfecta es exclusiva del amor.

La literatura está plagada de casos y tipos de amistad. El Quijote y Sancho, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, Bouvard y Pecuchet son ejemplos clásicos que muestran la diversidad de este tipo de relaciones. En común tienen al menos dos aspectos: la lealtad y el placer por compartir. La amistad se cultiva como los jardines delicados, con paciencia. Aguantar al otro, soportarlo, conocer sus destrezas y zonas frágiles, son parte esencial de la comunión entre dos.

Michel de Montaigne en sus Ensayos, culpa a la ambición, dice que ella misma nos hace buscar la soledad con el fin de tener el campo libre, sin competencia. Y advierte que es inconducente ir tras una estimación superior. El orgullo, el miedo, la avaricia, la indecisión y la vanidad son los peores motivos si alguien desea retirarse. Recomienda el encierro y recuperarse de uno mismo si se quiere una alternativa digna ante la erosión ineludible. “Lo más grande del mundo es saber pertenecerse”, sentencia. Tomar distancia y no privarse de gozar son sus postulados: “Se ha de conservar con uñas y dientes la práctica de los placeres de la vida que uno tras otros los años nos arrancan de las manos”.

La soledad es un destino forzoso, que empareja a ricos y pobres, sabios e ignorantes. Compete hacerse cargo, prepararse, borrar las huellas, hablarse en silencio. Dormir es un refugio común contra ella. Al caer en la inconsciencia se diluye el desasosiego. Lo cercano se infiltra de imágenes que vienen de la memoria hasta que el sueño se apodera de la mente. El cuerpo se detiene. La ilusión de despertar con energía y mejor talante, no es vana, suele funcionar. En esos traspasos misteriosos anida la inspiración y la creatividad. Lo singular y lo genuino, a veces, surge en medio de la incomodidad que suscita sentirse deshabitado. Viene de golpe, mientras nos adecuamos a la realidad, aún turbados por los residuos diurnos.

El retraimiento hoy no reviste el aura de nobleza espiritual, de estoicismo, que tenía siglos atrás. Vivian Gornick en su libro Mirarse de frente se refiere a la ambivalencia que genera este sentimiento. En plena euforia feminista disfrutó de estar aparte y ser única. Pero cuando acabó la borrachera de los años setenta, los síntomas físicos comenzaron a golpearla: “Me impactaba en cuestión de minutos y me dejaba mareada y sudorosa, con la desgracia empañándome el pecho, el miedo irradiando en ondas desde la boca del estómago”. Con los años lograría asimilar que “si no es posible congraciarse con la soledad, al menos podemos aprender que no es letal. Esa constatación se convierte en una fuerza, una aliada, un arma”. Un día conoció a una mujer con la que tuvo una especial afinidad. No era deseo, aunque la conversación fluía entre ambas. Nació una amistad civilizada y doméstica que las llenaba de calma. Vivían juntas sin estorbarse. En ese momento Gornick revisa su pasado y concluye: “Comprendí que ni por asomo había aprendido a vivir sola. Lo que había aprendido era a planear estrategias; a tenderme hasta que remitiera el dolor, a evadirme, a pasar de largo. No estaba ahogándome pero tampoco nadaba”.

Aislarse de manera voluntaria es necesario para “preservar la individualidad y lo complejo en una cultura de masas ruidosa y que distrae”, como Jonathan Franzen solicita. Distinta es la sensación de desamparo y falta de energía que embarga a quienes están alienados por la ausencia de contacto con los demás. Pueden convivir ambas emociones en un sujeto. Manejarlas es un arte que se aprende con la experiencia. Leer ayuda, aquieta el ánimo, pues obliga a concentrarse en frases escritas en un tono ajeno a la ansiedad. Es un alivio parcial. Ya que la soledad, en esencia, nos constituye y determina frente a la muerte.

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