Columna de Matías Rivas: J. G. Ballard, el extraño



Ordenar los libros es una forma involuntaria de hacer memoria. Llevo las lecturas de una pieza a otra, se me quedan sobre las mesas o se pierden debajo de papeles. He ido juntando con los años más libros de los que quisiera; los cuidé con celo de conocidos y amistosos ladrones. Ahora los miro con más desapego, sin ansiedad. Sospecho que los libros que guardé para leer cuando viejo ya los terminé. No obstante, me fascino a menudo con autores que daba por lejanos y que de repente llaman mi atención.

Es lo que me pasó al leer Para una autopsia de la vida cotidiana, volumen que reúne las conversaciones de J.G. Ballard con un periodista de un medio underground. Ya había publicado Crash, La exhibición de atrocidades y El mundo sumergido, obras perturbadoras e influyentes. Era un consumado narrador, un hombre de carácter quieto y actitud punk. Habla de sí mismo sin énfasis. Vehemente en sus obsesiones, no le avergonzaban por retorcidas que fueran. Coleccionaba documentos con detalles de accidentes automovilísticos, operaciones neurológicas y casos psiquiátricos agudos.

Las ideas que elabora poseen un contenido político fuera de lo establecido. Sostiene que “las revoluciones en la sensibilidad estética quizá sean las únicas vías que conduzcan a un cambio radical en el futuro”. Entre sus influencias menciona con insistencia a William Burroughs. Ambos son autores de novelas experimentales, cuyas aspiraciones eran desarticular el pensamiento lógico y revisarlo por dentro con desapego. Veían en el uso del lenguaje articulado una conspiración, que congelaba las posibilidades de expandir la conciencia. Son críticos de la literatura, en el sentido de que la ejercen con afán de revisar sus reglas para ampliar su radio, e investigar zonas poco visitadas, espacios perversos de la tecnología y la medicina.

Volví a ver la película que hizo David Cronenberg basada en Crash, con James Spader y Holly Hunter. A mi entender se mantiene intacta. Es incómoda, sexual, rara. Qué menos se puede esperar. La historia original es aún más cruda. Vincula el erotismo con la experiencia traumática de los choque de autos. Lo hace con un nivel de detalle que genera escalofríos. No entretiene, ni lo pretende, sino que hipnotiza con su frialdad. La cinta intenta replicar, al menos, la pulsión perversa que define los caracteres de los personajes.

Al revisar las reseñas que Martin Amis hizo de ciertos libros de Ballard, me doy cuenta que recién estoy aproximándome al universo literario de un tipo considerado un visionario. La fuerza de Ballard “viene dada no por su acción sino por su poesía”, apunta Amis. Y no deja de subrayar que vislumbró los desastres del cambio climático y la catástrofe ecológica. Describió –además– una sociedad donde la violencia, el hartazgo y el paisaje arrasado se parecen al futuro que no anhelamos, pero que se acerca.

Confieso que los profetas me hastían, me repelen. Así que me quedo con las palabras de Ballard, con su curiosidad, sus observaciones escépticas y su desprecio por las convenciones culturales. Me sorprendió que no citara La naranja mecánica de Anthony Burgess, libro que sin duda sintoniza con Crash. Pero nadie se asocia con Burgess, no es referente, pese a su relevancia como narrador y crítico; el destino no le ha otorgado exégetas ni admiradores.

Entre lo último que leí de Ballard está quizá su título más conocido: El imperio del sol, una ficción basada en experiencias personales, desde su infancia acomodada en Shanghái hasta su paso por el campo de concentración de Lunghua, tras el ataque de Japón a Pearl Harbour. La hizo famosa Steven Spielberg con su versión cinematográfica.

La distancia con que cuenta hechos que lo marcaron es semejante a la que ocupa al relatar las parafilias de los protagonistas de sus textos más radicales. Hay en este desapego una elegancia y una tirantez que constituyen el estilo mecánico que determina a Ballard. Su escritura anestesia al lector ante el horror que presenta.

Tal vez la excepción a este rigor sean sus entrevistas y su autobiografía Milagros de vida. En ella relata su vida inverosímil en distintos lugares, su formación como escritor y padre, su relación con la literatura y el cine. Las anécdotas se suceden a las observaciones sin distraer nunca la atención. Es como si se desnudara con gusto. El ego de Ballard está tamizado por una conciencia de la muerte y la extrañeza. En un momento le suelta al entrevistador: “En un mundo perfectamente razonable, la única libertad posible es la locura. Eso es lo que se viene. Poner en escena algún desvío, cierta actitud antisocial”.

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