Columna de Óscar Contardo: La promesa de un garrote

Daniela Peñaloza, alcaldesa de Las Condes, acompañada de Chile Vamos.


Existe una expectativa cierta de que el siguiente período presidencial será de alternancia y la derecha volverá a gobernar. Esa perspectiva es refrendada por el mediocre desempeño del gobierno en curso y por las escasas posibilidades de que remonte en una gestión cuyo sello ha sido un conmovedor talento para cometer errores por desprolijidad, soberbia o negligencia, desangrando sus propias promesas en actos de frivolidad recurrentes y ventilando sus inoperancias gracias una torpeza comunicacional que ya se transformó en un caso digno de futuros estudios. Aun así, el gobierno ha logrado un piso de apoyo gracias al carisma de un presidente cuyo principal atributo es una espontaneidad que genera simpatías, y al trabajo de un puñado de autoridades que ha logrado darle cierta estabilidad y un pálido perfil de identidad a una embarcación que desde el 4 de septiembre de 2022 parecía estar condenada a la zozobra. Pero que la aprobación del gobierno no despegue no significa que el trabajo de la oposición esté bien considerado. Ni siquiera que lo esté mejor que el del gobierno.

Según la última encuesta Criteria, un 67 por ciento de la ciudadanía rechaza la manera en que los partidos opositores desempeñan su rol, esto pese a que el mismo estudio constata que las principales preocupaciones de los chilenos son la delincuencia y la inmigración ilegal, justamente los temas que la derecha y la ultraderecha han usado como munición permanente en contra del gobierno. Es decir, el hecho de intensificar las críticas a la gestión de La Moneda en esos ámbitos no ha tenido como consecuencia que la ciudadanía perciba a la oposición en su conjunto como la vocera de sus preocupaciones. Tal vez ese énfasis de la oposición en la demanda por seguridad, una aspiración que resulta legítima, a fin de cuentas, no sea suficiente, porque no va acompañada de una idea diferente de la habitual desde esa vereda: más presencia policial y mano dura. La oposición padece un severo sesgo ideológico al momento de enfrentar la profundidad del problema, interpretando cualquier planteamiento de cambio para las policías como una especie de insolencia que debe ser silenciada de inmediato, esquivando o negando tanto las deficiencias demostradas para enfrentar a un crimen organizado, como las señales de múltiples flancos de corrupción institucional que se evidencian de manera recurrente. Tampoco basta solo con encerrar delincuentes y olvidarse de ellos: el calamitoso estado de las prisiones locales y las condiciones de trabajo de Gendarmería seguramente facilitan que los internos manejen desde dentro lo que ya no pueden hacer desde la calle.

Un argumento que puede ser esgrimido para evitar entrar en estos temas en profundidad es que no rinden votos porque la gente común y corriente busca resultados inmediatos que pueda constatar en su experiencia diaria. Una razón cortoplacista, pero atendible en una actividad como la política, en donde la astucia vale mucho más que la inteligencia. Miradas las cosas desde esa perspectiva, la institución política más próxima a la ciudadanía es el municipio, así lo percibe la gente según la misma encuesta Criteria. Entre las entidades públicas medidas por el estudio, frente a la pregunta sobre el aporte a la calidad de vida, las municipalidades lideran con una aprobación del 39 por ciento, por encima de los gobiernos regionales y el Congreso. Si la oposición busca encarnar ese atributo de proximidad, algo está fallando en su cálculo: las sucesivas denuncias por irregularidades o franca corrupción durante la gestión -pasada o presente- de alcaldes de derecha en municipios como Antofagasta, Viña del Mar, Maipú o San Bernardo no han sido jamás abordadas con la franqueza que los hechos ameritan, confiando siempre en el empate. Aunque en comunas como Vitacura y Las Condes los escándalos naturalmente no signifiquen que el sector corra el riesgo de perder la elección frente a la izquierda, el efecto que tienen las historias de desfalcos millonarios sostenidos en el tiempo, por su visibilidad a nivel nacional, no es irrelevante, porque en estos casos la atención de la opinión pública confluye con la percepción generalizada y bastante real -según lo admitió Milton Juica, exministro de la Corte Suprema en entrevista con CNN Chile- de que la justicia no funciona con el rigor que opera con los ciudadanos comunes y corrientes cuando los acusados tienen dinero, poder o redes de pertenencia a grupos privilegiados.

El impulso de restauración conservadora surgido luego del 4 de septiembre de 2022 parece no haber morigerado con el fracaso del proyecto constitucional rechazado en el último plebiscito. Si eso es lo único que tiene que ofrecer la derecha al país, en lo que descansa el proyecto para volver a La Moneda es en la popularidad de candidaturas que pueden avanzar gracias a méritos personales, pero sin mostrar un proyecto diferente del habitual, el que encabezó en su segundo mandato Sebastián Piñera, y que todos sabemos cómo terminó. Si Chile no cambió, como tanto lo esperaron algunos sectores de izquierda, tampoco lo hizo para la derecha: la ciudadanía desconfía de un modo alarmante en las instituciones políticas y el sector no ha hecho nada para que esa desconfianza aplaque, peor que eso, continúa apostando a esconder la mugre bajo la alfombra y presentar públicamente ese gesto como el acto heroico que no es. Es posible que la próxima candidatura de la oposición triunfe en la próxima presidencial, pero así como es percibido el sector, quien encabece el gobierno asumirá un período sostenido por los débiles hilos de unos partidos que no muestran más ideas que las diferentes versiones de un garrote o el retroceso a una época a la que muy pocos querrían realmente volver.

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