Columna de Óscar Contardo: Medio Siglo

AUGUSTO PINOCHET UGART


Ya ha pasado medio siglo. El mundo no es el mismo, ni las potencias que lo rigen; todos los líderes de aquel entonces ya murieron y las utopías futuras que agitaban como cascabeles han sucumbido en un presente angustioso en donde el porvenir ya no representa esperanza, sino temor, una emoción que impregna el cuerpo y acorrala el pensamiento. Eso es algo sobre lo que aquí, en la periferia del planeta, tenemos experiencia.

Han pasado 50 años y en la gramática de las conmemoraciones difundida en titulares y conferencias aún es posible adivinar el miedo colándose en las formas verbales que adquieren un tono impersonal, eludiendo determinar un sujeto que ejerce una acción. Leo, por ejemplo, un título que menciona la fecha en que la democracia “se quiebra” como si lo ocurrido no fuera un Golpe de Estado que alguien propinó, sino un cristal que no resistió un cambio de temperatura. En otra declaración alguien menciona que “perdimos la democracia”, como una criatura que suelta la mano de sus padres y vaga extraviada. No indican lo que efectivamente ocurrió: que un determinado grupo de personas decidió conjurar un plan apoyado por una potencia extranjera para transgredir el orden político, traicionar lo que juramentaron obedecer y tumbar un gobierno por las armas para establecer una Junta Militar. La democracia no “la perdimos”, la democracia fue clausurada. Recurrir a la primera persona plural que indica un “nosotros” indeterminado diluye la participación en los hechos como un puñado de sal en una fuente de agua. La inmensa mayoría de los chilenos y chilenas que actualmente son adultos, eran niños o no habían nacido cuando La Moneda fue bombardeada. Ni ellos, ni las víctimas, ni quienes eran adultos en esos años y simpatizaron con el Golpe desde sus casas, tienen la misma responsabilidad en lo acontecido que aquellos que tomaron la decisión de llevarlo a cabo, para enseguida censurar, expulsar, detener, relegar, exiliar, torturar, violar, ejecutar y desaparecer a miles de personas. Todos eso sucedió desde el mismo 11 de septiembre de 1973 y durante los 17 años siguientes.

La figura que encarna por antonomasia el asalto al poder perpetrado en nombre de una libertad que incluía estado de sitio y toque de queda es la del general Augusto Pinochet, a quien el propio excomandante del Ejército Ricardo Martínez identifica como el único responsable de lo acontecido a partir del día del Golpe. Sin embargo, por alguna razón durante todos estos meses, de quien más han hablado dirigentes políticos e intelectuales en debates, entrevistas y conferencias, ha sido del expresidente Salvador Allende, de sus errores, y no de Pinochet, quien encabezó el hito que se conmemora. El imperio del empate surgido tras el fracaso de la Convención Constitucional se extendió hasta el punto de hacer discursivamente equivalentes y comparables a ambos personajes: por un lado, un hombre respetable con una larga carrera política que lideró un gobierno democrático (que pudo ser mediocre o malo) que no alcanzó a completar tres años; por el otro, un militar que encabezó un régimen por casi dos décadas, que pauperizó el país, mandó a matar opositores y afanó de las arcas públicas con total desparpajo. Un general que, además, intentó perpetuarse en el poder aun cuando perdió el plebiscito que se vio obligado a organizar. Esto no es una mera percepción, ni una opinión, se trata de hechos refrendados por índices económicos, procesos judiciales, informes de derechos humanos y documentación oficial, como la reunida por Peter Kornbluh, el autor del libro Pinochet desclasificado.

El Golpe de Estado estuvo lejos de ser la gesta soberana patriótica que algunos insisten en honrar, fue una operación enmarcada en la Guerra Fría entre dos potencias, una de las cuales decidió que la elección de un presidente marxista en Sudamérica perjudicaba sus intereses y, por lo tanto, apoyó un boicot que comenzó con el secuestro y asesinato de un general constitucionalista y continuó con el bombardeo a La Moneda. Nunca hubo una guerra entre dos bandos armados, como solían argumentar Pinochet y sus seguidores. Aún más, semanas después del Golpe el propio almirante José Toribio Merino se jactó de haber sido parte de una nueva experiencia en “la eliminación del comunismo”, porque a diferencia de lo ocurrido en España, en donde “se deshicieron del comunismo después de una larga guerra”, a las Fuerzas Armadas chilenas solo les tomó “unas seis horas” hacerlo, por lo que ahora solo les quedaba convencer “a los comunistas que aún quedaban” de abandonar sus ideas. Las declaraciones las hizo a la BBC, para un reportaje emitido en diciembre de 1973 en Reino Unido. El mismo documental retrata un ambiente del que solo existe registro gracias a los medios europeos: imágenes de los detenidos en el Estadio Nacional, el testimonio de un hombre que rompe en llanto mientras relata las ejecuciones de sus amigos, ministros de Allende prisioneros en Isla Dawson, imágenes de cadáveres en el Mapocho y entrevistas a las autoridades militares que negaban todos los crímenes denunciados acusando una campaña internacional en contra.

Después de 50 años el ejercicio del empate es, más que mezquino, deshonesto. La historia del Golpe puede ser la del fracaso de una generación política, pero antes que nada es la de una trama encabezada por un hombre despiadado, el general Augusto Pinochet, cuyo lugar en la historia de la democracia está en las antípodas del que ocupa Salvador Allende. Lo más lamentable de esta conmemoración es que el propio gobierno falló en conducir la conversación pública para que esto quedara claro, para que los acontecimientos se apreciaran en su nitidez, y acabó enredado en un relato confuso y débil, en medio de un ambiente enrarecido por los discursos de los nostálgicos de un régimen cuya sombra no termina de quedar en el pasado.

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