Opinión

Columna de Óscar Contardo: Mosaicos

DEDVI MISSENE

Svetlana Alexievich, la periodista y escritora bielorrusa ganadora del Nobel, suele comparar su obra con la elaboración de un mosaico, es decir, con la creación de una imagen a partir de piezas minúsculas que componen un todo. Una tarea que arranca buscando y encontrando los testimonios privados de una realidad pública, que, traducidos por la escritura, alcanzan una vida y una apariencia que jamás tendrían aislados. Pequeños trozos de experiencia esparcidos en el tiempo y en la geografía, demasiado insignificantes para ser recogidos por la política y por la historia con mayúsculas, a los que Alexievich atiende como se hace cuando alguien escucha a otro contar un secreto que podría cambiar el mundo. Aguzar el oído, seguir un rastro, rendirse al relato ajeno, recolectar testimonios y disponerlos para que lo aparentemente inconexo cobre forma, tenga sentido, adquiera consistencia. Estamos hechos para buscarles causas a las consecuencias, una explicación a lo repentino y una solución a los problemas; estamos hechos para avanzar hacia algún lugar, descansar en las regularidades: que después del día venga la noche y después del otoño el invierno. Cuando eso no sucede, nos inquietamos. Los mosaicos de Alexievich, en último caso, responden a esa necesidad humana de la que sólo podemos prescindir en estados alterados o en la locura. Desde hace un tiempo a esta parte esas regularidades parecen haberse fundido en una sucesión de planos contradictorios que no caben en un guion convencional.

Solo en esta semana, por ejemplo, un diputado de la ultraderecha española acusó al jefe de gabinete socialista del gobierno de su país de actuar como Göebbels, el ministro de propaganda nazi, cada vez que defiende los valores de la Unión Europea. Un par de días más tarde, un ministro de la izquierda peruana aplaudió las obras públicas llevadas a cabo durante el Tercer Reich y puso de ejemplo a Hitler, como se haría con un estadista visionario. Mientras todo eso ocurría, la prensa internacional difundió las imágenes de un suburbio ucraniano con las calles sembradas de cadáveres de civiles después de la retirada del Ejército ruso. El gobierno de Moscú aseguró que todo era un montaje, pero los reporteros de guerra y los sobrevivientes de la ocupación, que duró un mes, dijeron que más bien había sido una pesadilla. Vladimir Putin sigue sosteniendo que la invasión tiene por objetivo desnazificar Ucrania, un país gobernado por un presidente de origen judío. Para algunos, el líder ruso es un dictador comunista; para otros, el encargado de develar la hipocresía del capitalismo occidental; para muchos, un autócrata despiadado que sueña con restablecer, a punta de misiles y oligarcas, un imperio bendecido por la religión de los zares y defendido con el espíritu nuclear de los soviets.

Un mundo donde la velocidad de transmisión es más importante que el contenido que se transmite, y las medias verdades pueden pesar más que los hechos es un lugar peligroso. Un mundo habitado por personas educadas, que viven más y mejor que sus antepasados, pero en donde las falsedades dichas con aplomo logran millones de votos, es un sitio preocupante. Un país con un sistema democrático de gobierno, pero habitado por ciudadanos que no confían en las instituciones, porque la experiencia así se los sugiere, es una sociedad desplazándose en un espacio riesgoso. Por lo tanto, si el desafío de un gobierno recién asumido es recuperar mínimamente la confianza en las instituciones, resulta muy grave que la segunda autoridad al mando provoque situaciones en donde, por impulsividad, torpeza o desprolijidad, la sensación de inseguridad y desorden se agudice. Es contradictorio viajar a una zona en conflicto para afianzar la presencia del Estado y en lugar de eso tener que dar marcha atrás para escabullirse de los balazos. No es apropiado que una ministra del Interior relate, en una audiencia con representantes del Congreso, una situación gravísima como si se tratara de un comidillo y que, para peor, resulte ser falsa. El margen de error de las condiciones actuales no permite frivolidades, y apostar por los empates morales con un gobierno como el anterior es lo mismo que apurar el descalabro.

En los tiempos que corren, la consigna de campaña que en un momento ayudó a un candidato a ganar una elección, al día siguiente puede transformarse en una trampa, del mismo modo en que las buenas intenciones como justificación permanente devienen en superficialidad, y lo que en un minuto era juzgado como un rasgo de simpatía puede convertirse, a la larga, en franca ramplonería. El terreno, internacional y local, está sembrado por los escombros de múltiples fracasos políticos y los anhelos muchas veces malinterpretados: en Francia quienes hace un par de décadas votaban comunista hoy apoyan a la ultraderecha, y en nuestro país la reivindicación del retiro de los ahorros previsionales, como una bandera de izquierda, acabó profundizando la idea de propiedad sobre ellos, dificultando aún más la posibilidad de levantar un sistema de seguridad social con una lógica distinta.

No hay más certeza que aguzar los sentidos, escudriñar en las señales y aferrarse a una ética bien anclada en obras, más que en discursos. Quizás quien logre vadear los remolinos de las corrientes pueda, en algún futuro cercano, recomponer en un mosaico el sentido de los cambios que hoy nos arrastran desde el temor al absurdo y desde la esperanza a la decepción.

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