Columna de Sylvia Eyzaguirre: Meritocracia versus mediocridad

Paes Foto referencial


Sorpresa causaron los resultados de la nueva prueba (PAES) para el acceso a la educación superior. En primer lugar, en ciertos grupos existía una soterrada esperanza de que cambiando el instrumento los resultados de los estudiantes de establecimientos financiados por el Estado serían mejores. Sin embargo, ha quedado meridianamente claro que el problema no radica en el instrumento (PAA, PSU o PAES), sino en la calidad de la educación que imparten los establecimientos públicos (estatales y privados). Por cierto, comparar los resultados de los colegios particulares pagados con los públicos es injusto, toda vez que los segundos educan a niños con menor capital cultural y cuentan con menos recursos para ello. Pero no nos engañemos, la abrumadora inequidad de nuestro sistema escolar no pasa por la existencia de los colegios particulares pagados. Estos existen en prácticamente todos los países democráticos y también en aquellos que se destacan por la calidad de su educación. La diferencia entre el sistema escolar de Singapur, Nueva Zelandia o Francia con Chile no está en si existen los colegios pagados, sino en la calidad que ofrece el sector público.

Es importante reconocer que entre 1990 y 2010 Chile mejoró sus resultados de aprendizaje de forma importante, siendo uno de los países de la OCDE que más avanzó en esta dimensión. Asimismo, en las diferentes pruebas internacionales Chile se ubica en los primeros lugares entre los países de la región. Con todo, los resultados están lejos de ser satisfactorios; el Simce nos muestra que uno de cada tres niños de cuarto básico no entiende lo que lee (en matemática los resultados son aún peores) y estos niños, en su mayoría, estudian en establecimientos financiados por el Estado. No hay escusa para que un niño no aprenda a leer. He escuchado a expertos en educación justificar la mediocridad amparados en la pobreza. Hace poco me tocó escuchar a un experto defender a establecimientos donde más del 70% de sus estudiantes no saben leer en cuarto básico, escudado en la benevolencia frente a las difíciles condiciones de vida de esos niños. Menos mal que existe cuantiosa evidencia que nos prueba exactamente lo contrario. La pobreza no es impedimento para aprender a leer y desarrollar las habilidades cognitivas.

En segundo lugar, los resultados de los ex liceos de excelencia causaron sorpresa. Personas de izquierda anonadadas lamentándose la destrucción de la educación pública. ¡Pero si eso era exactamente lo que buscaba la ley de inclusión! Fuimos varios los que advertimos esta situación y la respuesta del gobierno de aquel entonces fue categórica: avanzar hacia un sistema sin liceos de excelencia, aun cuando eso termine perjudicando a los jóvenes más vulnerables. Misión cumplida. En un sistema donde la educación que financia el Estado es mediocre, los liceos de excelencia cumplen un rol fundamental, ser un motor de movilidad social. Hoy nos encontramos en el peor de los escenarios, los de excelencia empeoraron dramáticamente sus resultados y los otros liceos no mejoraron. De hecho, si analizamos la distribución superior de resultados, el porcentaje de estudiantes de liceos disminuyó.

Se puede argumentar que la disminución del porcentaje de alumnos con buen rendimiento va de la mano con una disminución del porcentaje de bajo rendimiento. Si bien habría que revisar si esto sucedió, ¿es justo que los alumnos más talentosos deban ver sus oportunidades truncadas en pos de los estudiantes menos talentosos? ¿Tiene sentido que el sistema público sacrifique a sus estudiantes del 10% superior para aumentar en algunos puntos su promedio general, toda vez que la prueba sirve principalmente para ingresar a las carreras y universidades selectivas?

Según la última encuesta CEP, la mayoría de los chilenos valora positivamente la meritocracia y justifica la desigualdad de ingreso en función del mérito. El fin de la selección apunta en la dirección contraria, pues el enemigo de la meritocracia no es la desigualdad sino la mediocridad.

Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP

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