Columna de Yanira Zúñiga: Una dictadura
La situación de Venezuela ha generado un debate sobre el concepto de dictadura. Mientras el Presidente Boric ha calificado al régimen de Maduro como “una dictadura que falsea elecciones, reprime al que piensa distinto y es indiferente ante el exilio más grande del mundo”, el timonel del Partido Comunista, Lautaro Carmona, ha dicho que “no podemos apresurarnos a calificar como dictadura a un gobierno que cuenta con separación de poderes”. Tal debate terminológico no es inédito en Chile. Hay quienes todavía optan por calificar el régimen político instaurado entre 1973 y 1990, como un gobierno militar, en lugar de una dictadura.
Aun cuando en la literatura especializada se discute el concepto de dictadura, usar o no esa etiqueta tiene implicancias especiales en el discurso político. Revela las concepciones que gobiernan otros conceptos centrales de práctica política, tales como: Estado de Derecho, democracia y derechos fundamentales.
En términos empíricos, lo cierto es que no hay un molde único para una dictadura. Una dictadura no siempre busca -como ocurría en el caso romano- preservar un orden previo, ni tampoco establecer necesariamente un nuevo orden. No emerge siempre tras un golpe de estado, a veces es consecuencia de la ampliación de poderes del Ejecutivo, frente a crisis, mediante vías, en principio, legales. Las dictaduras no son siempre resistidas por la ciudadanía, a veces son aclamadas. En síntesis, no es el origen (extrajurídico o antidemocrático), el propósito, o su (falta de) sintonía popular lo que define a una dictadura, sino la forma arbitraria, autoritaria y omnipresente en la que se ejerce el poder. Una dictadura es la antítesis del Estado de Derecho. En ella, la ley se subordina al gobernante y no al revés. Como observa Andrew Arato, la dictadura consiste en la primacía completa e inequívoca de un poder prerrogativo o discrecional, legitimado habitualmente por referencia a un orden legal o constitucional, no personalista o carismático. Los controles típicos de un Estado de Derecho -como la separación de poderes- son, entonces, fictos. Existen para conferir legitimidad a un gobierno que, en la práctica, es todopoderoso. Esos controles -así como las frecuentes apelaciones a la soberanía popular- son artefactos funcionales y completamente maleables. Todas las instituciones y procesos legales permiten que la discrecionalidad se vuelva la norma. Por consiguiente, la institucionalidad funciona como un lego: puede armarse y desarmarse a voluntad.
La metamorfosis de una democracia en una dictadura es un proceso largo, difuso y, a menudo, subterráneo. En el caso de Venezuela, hay signos claros del cambio, al menos, desde 2017. Por ejemplo, la sistemática merma de derechos civiles y políticos, la progresiva pérdida de densidad de la competencia electoral y el uso instrumental de las instituciones. Todo esto anticipó el escandaloso fraude electoral realizado recientemente, el cual viene a confirmar un cambio ya operado.
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile