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El Presidente de Argentina, Javier Milei. Agustin Marcarian

En 2017 un economista español llamado Simón Pérez y su señora, Silvia Charro, consultora inmobiliaria, se hicieron conocidos en su país por videos en los que hacían recomendaciones hipotecarias. En una ocasión difundieron uno en el que ambos lucían balbuceantes, como si estuvieran borrachos. La imagen fue compartida millones de veces y se transformaron en la burla del momento. Ambos fueron despedidos de sus respectivos trabajos, pero siguieron intentando una carrera a través de un canal de YouTube. No funcionó. Derivaron entonces en una alternativa que podía generar ingresos: exponerse en transmisiones en vivo a desafíos de su audiencia. Si haces tal cosa en cámara, te pago un monto de dinero. Los retos de sus seguidores eran siempre situaciones humillantes, asquerosas. Tal como en uno de los capítulos de la serie Black Mirror, la pareja quedó atrapada entre la necesidad propia y la oscuridad ajena. El asunto llegó al extremo de que la plataforma les canceló la cuenta. Pérez buscó otra en donde el espacio para humillarse en línea fuera mucho más amplio.

A comienzos de este mes apareció un nuevo video de Simón Pérez, y era una persona distinta a la de 2017, cuando lucía traje y corbata, con el pelo acicalado al modo de los ejecutivos financieros. Ahora se veía demacrado, con la mirada perdida y un cuerpo macilento. Apenas podía mantener la postura en la silla. Seguía exponiéndose a desafíos denigrantes para ganar dinero que gastaba en drogas y bebidas energéticas. Pérez nuevamente fue noticia: ¿Cómo alguien podía haber caído tan bajo? era la pregunta que más se hacía la gente en los comentarios de redes sociales. A mí, más que los mecanismos que expliquen su derrumbe, me interesaría conocer el número de personas que frecuenta plataformas como esa y cuántas de ellas pagan por ver a otros cometer actos degradantes.

Los seres humanos somos crueles por naturaleza. En distinta medida, pero crueles. Todos sabemos lo despiadado que puede llegar a ser un niño si no se le imponen límites. En diferentes culturas y momentos de la historia, gran parte del trabajo de convivencia ha sido moderar esa crueldad, darle una forma funcional a partir de pactos internos de cada comunidad; destinarle un espacio más o menos acotado en el trato cotidiano reforzando el respeto por el otro a través de símbolos y de modales. En el ámbito público la labor es restringir legalmente la crueldad, teatralizarla religiosamente o gestionarla clínicamente. El castigo físico era un espectáculo público en la Europa medieval, con sus derivados en las actividades recreativas que involucran herir y maltratar animales, mientras en ciertas civilizaciones americanas prehispánicas, mutilar a una persona, provocándole dolor hasta la muerte, era una manera sublime de actividad religiosa. Por otra parte, en 1974 la artista Marina Abramovic demostró que incluso en una galería de arte hay personas a las que, si les dan la oportunidad de lastimar impunemente, lo harán; en la performance “Yo soy el objeto”, Abramovic dispuso utensilios de todo tipo para que en el plazo de seis horas los visitantes los utilizaran sobre su cuerpo bajo la responsabilidad de la artista. Así lo hicieron: entre otras cosas le cortaron la ropa, la hirieron con una hoja de afeitar y un hombre la obligó a encañonarse a sí misma con una pistola cargada.

La actividad política tiende a usar de distinta manera ese potencial de crueldad preexistente para llegar al poder. Las nuevas tecnologías de comunicación han reformulado la expresión de ese potencial que siempre había estado ahí, pero que ahora, como en el caso de Simón Pérez, se ejecuta a distancia, en un relativo anonimato. En la historia del economista español la situación es llevada al extremo, pero en mucho de lo que ahora se llama “contenido” en plataformas de internet, la crueldad es una línea editorial persistente, un runrún que atrae y renta. En este nuevo nicho ecológico de las comunicaciones, la falta de piedad ha cobrado la forma de materia prima y lengua franca, desahuciando los contratos tácitos anteriores sobre lo considerado aceptable y lo considerado reprochable en la forma de tratar a una persona o de ponderar el dolor ajeno, independiente de la cercanía que se tenga con quien lo padece. Sospecho que en gran medida ese fue el espacio que líderes como Donald Trump y Javier Milei aprovecharon para hacer una carrera política que los ha llevado lejos. La nueva rebeldía es ser cruel.

Hay un ámbito sobre el que ya se ha tratado mucho, que es el de la difusión de mentiras, bulos o noticias falsas como herramienta política. Es decir, la posibilidad que ofrece la tecnología actual para distribuir a gran escala contenidos que desinforman. Sobre lo que no se habla demasiado es el uso que se le ha dado a la tecnología para reventar los límites habituales para ejercer crueldad, un ingrediente que se ha hecho habitual en discursos políticos como el del Presidente Trump y el Presidente Milei: no se trata solo de manipular información, también de amedrentar y alentar el ataque en manada -cuentas bots inclusive- para provocarle sufrimiento personal al adversario o a quienes disientan de sus ideas. De momento, lo que ocurre en Argentina sirve de ejemplo para saber qué pasa cuando un sector político usa la crueldad como arma: el propio Presidente Javier Milei alentó el acoso digital de sus seguidores en contra de una periodista opositora hasta quebrarla psicológicamente. “La crueldad está de moda”, ha dicho el escritor argentino Martin Kohan a propósito de la situación del debate público en su país, colmado de insultos y burlas altisonantes.

En su última transmisión en vivo, el español Simón Pérez, el economista que devino en creador de contenido, dijo que seguiría haciendo lo mismo “hasta que me muera”. Para él ya no hay salida. No sé si de momento alguien tenga clara cuál puede ser la salida para el resto de nosotros.

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