
El canal de todos, el canal de nadie

En Chile la televisión surgió en un país que ya no existe más. En 1969, cuando Televisión Nacional fue creado como canal estatal, la desnutrición infantil era endémica, los niños morían de diarrea y la matrícula total de pregrado en la educación superior era de poco más de 140 mil alumnos sobre una población total de 8,8 millones. El gobierno de Frei Montalva culminaba, cumpliendo el desafío de ampliar la cobertura escolar construyendo escuelas y formando docentes hasta incrementar en un 43 por ciento la matrícula pública: la educación secundaria comenzaba a masificarse. En ese país menos de un 20 por ciento de los hogares tenía un aparato de televisión, y la señal estaba restringida a un puñado de ciudades, además de la capital. Fueron cuatro años de televisión pública en democracia. Luego vinieron el golpe y la dictadura, el período durante el que se masificó el medio bajo un férreo control del régimen. El canal nacional no solo era parcial y tendencioso, sino que, además, fue utilizado para burdas operaciones de la CNI. Cuando las autoridades democráticas asumieron el poder recibieron en ruinas lo que en ese entonces se conocía coloquialmente como Canal 7. Era una empresa quebrada. Se llevaron hasta los cables, me dijo alguna vez un testigo del momento. Nunca se avanzó en investigar la dimensión del daño perpetrado. Las nuevas autoridades asumieron el costo, reformularon la relación del canal con el Estado, lo dotaron de autonomía y de una gobernanza a la medida de la época. Ya para 1992, TVN lideraba en audiencia, y su noticiero era el más visto y el más confiable en años en que la abrumadora mayoría de los chilenos y chilenas se informaba por televisión abierta. Pero ese país, el de 1992, tampoco sigue existiendo.
Uno de los logros del retorno a la democracia fue levantar la televisión pública y hacerlo de un modo exitoso para el país que éramos durante ese período, con sus muchas ventajas económicas y sus desventajas en los límites establecidos por la gobernanza de un directorio político en donde siempre ha estado sobrerrepresentado el miedo a la innovación, al cambio y a una discusión más amplia que la coyuntura mezquina del momento. Pese a todo, lo que TVN transmitía importaba, había una relación con la audiencia, una conexión que alcanzaba desde el más poderoso al más común y corriente de los ciudadanos. Era un punto de encuentro, un artefacto de identidad nacional en donde nos sentíamos reflejados para bien o para mal. Esa relación con la audiencia no existe más, el canal dejó de importar. La desconexión fue un proceso lento, pero sostenido, acelerado por los cambios tecnológicos que licuaron el avisaje publicitario, el sustento de la televisión pública chilena. Ese desencuentro empezó hace más de una década ya. Hoy sólo se habla del canal a raíz de una crisis que más parece una agonía acompañada de una disputa vociferante entre los defensores de la televisión pública y aquellos que esperan verla pronto en venta para comprar barato y seguir reconcentrando el poder.
En el país en el que hoy vivimos la desnutrición infantil es una rareza, la expectativa de vida son las de un país desarrollado, la cobertura de educación superior sobrepasa el 40 por ciento de la población. Aún más, según un estudio de Deloitte, para el 56 por ciento de la generación Z -aquellos nacidos a fines de los 90 y comienzos del segundo milenio- el contenido de las redes sociales es más importante que el tradicional de la televisión. Para los más jóvenes la televisión abierta es un accidente al que no se asoman. Según un informe de 2023 del Consejo Nacional de Televisión, la televisión abierta hoy es el cuarto medio más consumido por las personas (64 por ciento), detrás de redes sociales (94 por ciento), video online (88 por ciento) y video on demand (72 por ciento). Con estos números, aspirar a que la televisión pública siga financiándose del mismo modo en que lo hacía hace 20 años es ilusorio. No es posible. Asumir esa realidad y proponer un horizonte nuevo debería ser el trabajo de aquellos políticos que creen que la televisión pública es una necesidad, ya no basta con las frases cliché sobre su importancia porque sí, aludiendo a un ideal abstracto; la relevancia teórica debería ser refrendada por los hechos, por la calidad de su programación y el impacto que tiene sobre la audiencia, y eso no está ocurriendo desde hace mucho tiempo, ni en su dimensión de entretenimiento, ni en su dimensión periodística, ni educativa. El rol de un gobierno progresista debía haber sido impulsar un relanzamiento de TVN para una nueva época, elevarlo como un referente en un ambiente tecnológico que está fragmentando aún más a la audiencia; la tarea de las nuevas autoridades de izquierda pudo haber sido elaborar y presentar una nueva fórmula que convocara apoyos a la institución, revitalizar el rol de lugar de encuentro y de identidad común. Volver a hacer que el canal fuera algo importante para los chilenos y chilenas. Eso no ocurrió.
El medio que alguna vez tuvo como eslogan ser “el canal de todos” parece condenado a convertirse en el de nadie y desaparecer como alguna vez ocurrió con el diario La Nación. Así lo advirtió su propio director ejecutivo, así lo han comentado los miembros de su directorio. Hay una cuota de cruel paradoja en el hecho de que un gobierno elegido para revitalizar la importancia del Estado en un país con tantas desigualdades y con una falta de cohesión social que cada tanto estalla en crisis, haya descuidado de la forma en que lo ha hecho el rol de lo público: en la educación, en la salud y ahora también en el pequeño margen de acción que tenía para asegurar un mínimo de diversidad editorial en los medios. Había que estar a la altura de los tiempos, no ha sido el caso.
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