El dilema de Kast
Si un observador que no supiera nada de nuestra política hubiera aterrizado en Chile el día de las elecciones, podría concluir con tranquilidad que el único riesgo para la democracia chilena en el próximo gobierno es aburrirnos como ostras.
La jornada transcurrió sin sorpresas, con estricto apego al libreto que tanto nos enorgullece. Más de 13 millones de chilenos votaron en absoluta tranquilidad, y los votos se contaron con una transparencia y velocidad que son un récord mundial.
La candidata perdedora reconoció de inmediato su derrota en un discurso con altura de miras, y luego visitó al ganador personalmente en su comando. El presidente en ejercicio felicitó al presidente electo, a través de un teléfono fijo que daba un toque vintage a la ceremonia. Al día siguiente ambos se reunirían en La Moneda en un clima de cordialidad para comenzar la transición.
Cuando el presidente electo salió a hablar ante sus partidarios, adoptó un tono solemne. Se presentó a sí mismo como el continuador de la tradición institucional construida por Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet, Piñera y Boric. Y exigió a sus seguidores “silencio y respeto” cuando nombró a Jeannette Jara y la felicitó por su rol como candidata.
Fue un discurso impecable, sin ningún guiño para los cabezas calientes y ningún gustito contra los contendientes de una campaña áspera. Fue también un discurso aburrídisimo, sin ritmo, épica, hilo conductor ni inspiración.
Pero bueno, en medio de un continente en que las democracias son amenazadas por líderes autoritarios, aburrirnos, como nos aburríamos con la política en los noventas y los dos mil, es lo mejor que nos podría pasar a los chilenos.
¿Será que quedó en el pasado ese Partido Republicano creado a imagen y semejanza de los movimientos de Bolsonaro y Trump? ¿Será que nuestros próximos gobernantes ya no encuentran inspiración en la derecha autoritaria húngara y española? ¿Será que ya no habrá más coqueteos con el pinochetismo, ni más alusiones a una guerra cultural contra el feminismo y las minorías sexuales?
¿Será que pasamos del Make Chile Great Again al Make Chile Boring Again?
Aquí los de memoria más larga podrán afirmar que no, que esto es solo una careta, un disfraz incoherente con la historia del nuevo presidente y de sus partidarios.
En la campaña, Kast y su gente hablaron de un país que se cae a pedazos y trataron de “parásitos” a los demás sectores políticos. Prometieron expulsiones en escala bíblica, cortes presupuestarios dignos de un país en el suelo, y no descartaron sacar de la cárcel a los criminales de la dictadura.
Vámonos un par de años más atrás y aparecen la idea de declarar estado de sitio, a Kast presidiendo una organización de derecha radical creada por el líder autoritario de Hungría, y las promesas de su entorno de convertirlo en el “Bukele chileno” y el “Bolsonaro chileno”.
Lleguemos a 2021 y están las ideas de crear una coordinadora internacional para perseguir a la izquierda y el fin del aborto en tres causales. Sigamos retrocediendo y aparece la prohibición de la píldora del día después, el “si Pinochet estuviera vivo, votaría por mí”, el “no creo las cosas que dicen de Krassnoff”, la denuncia de una dictadura gay y la constante hostilidad contra las disidencias sexuales.
¿Cuál es el Kast que gobernará Chile desde marzo próximo, entonces?
¿El que, como candidato, decía que Chile se caía a pedazos? ¿O el que, como presidente electo, proclama que “somos el mejor país del mundo”? ¿El que hostilizaba a periodistas y enviaba a sus hordas digitales contra ellos, o el que defiende el rol crítico de la prensa ante sus partidarios? ¿El que, antes, repetía que Daniela Vega “es un hombre” o el que, ahora, acepta que una persona defina su identidad de género? ¿El que siempre denunció los acuerdos con fuertes epítetos morales, o el que, la noche de su elección, llama a un gran acuerdo nacional?
La única respuesta honesta es que no lo sabemos.
Porque, claro, es fácil descartar a este nuevo Kast como una mera máscara de convenciencia, y decir que sus principios siguen siendo los mismos. Es algo que él confirma, al menos, en los temas de libertades individuales.
Él, lo admitió en un debate, sigue pensando lo mismo sobre aborto, matrimonio igualitario y píldora del día después. Pero a renglón seguido asegura que no tocará esos temas en su gobierno.
¿Tenemos que creer la primera parte de la frase, pero desechar la segunda? ¿Tenemos que suponer que sus palabras pasadas lo representan fielmente, pero que las más recientes son solo una actuación?
Desde la honestidad intelectual, no es una tesis sostenible.
Y es que la pregunta importante no es ¿quién es Kast?, sino ¿cómo será el presidente Kast?
Tal como el presidente Lagos no fue el Ricardo Lagos marxista clásico de su juventud, ni el presidente Boric fue el Gabriel Boric revolucionario que se ponía a la izquierda del PC como dirigente estudiantil, el presidente Kast tampoco tiene que ser necesariamente el José Antonio Kast pinochetista, ultraconservador, guerrero cultural y admirador de autócratas que ha sido en su trayectoria previa.
Su estrategia, al menos en un comienzo, parece destinada a reducir fricciones, convocar buena voluntad y evitar peleas de desgaste que no le convienen políticamente.
Para ello tendrá que controlar a su barra brava, que está en alerta ante el amarilleo de su líder. La noche del domingo, mientras Kast predicaba unidad, respeto y templanza, en una celebración alternativa miles de sus partidarios cantaban la estrofa de los valientes soldados, blandían fotos de Pinochet e insultaban, desde el escenario, a políticos de oposición y artistas. Allí estaban políticos influyentes como el excandidato Johannes Kaiser y la senadora electa Camila Flores.
¿Querrá y podrá Kast disciplinarlos? ¿Los contentará con caramelos como su desafortunado video con la motosierra de Milei de esta semana? ¿O les entregará cargos y poder para pelear su guerra contra quienes piensan distinto a ellos?
En su respuesta a ese dilema, el presidente electo se jugará en buena parte su lugar en la historia.
Decidirá si quiere ser un presidente a imagen y semejanza de ese político confrontacional y autoritario que ha sido antes. O si logra convertirse en el estadista democrático que dibujó la noche de su triunfo.
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