Opinión

El favoritismo no siempre es delito, pero siempre degrada al mérito

Foto : Andrés Pérez Andres Perez

Los posibles casos de corrupción, tráfico de influencias o abuso de poder que han llenado portadas en las últimas semanas no solo dañan las instituciones, sino que erosionan la confianza pública. Cuando estos hechos ocurren, la justicia debe actuar con firmeza e independencia, investigando y sancionando a los responsables.

Sin embargo, más allá de los casos que merecen sanción legal, estas situaciones deben llevarnos a una reflexión profunda como sociedad. Convengamos que un vínculo o una recomendación no siempre derivan en un delito, pero normalizan prácticas de favoritismo, minimizan el mérito y sustituyen la transparencia por redes de influencia. Esto crea un terreno fértil para los abusos, donde lo informal y personal reemplaza a lo institucional y objetivo.

Reflexionar sobre esto no es minimizar los eventuales delitos que deben ser sancionados, sino que es reconocer que una sociedad que tolera el favoritismo y la preferencia personal como norma cotidiana se expone a perpetuar la desigualdad y debilitar la confianza en sus instituciones. No se trata solo de condenar casos visibles de corrupción, sino de cuestionar cómo se exigen atributos de transparencia y mérito a otros, mientras en la vida cotidiana se replican y justifican prácticas que contradicen esos mismos valores.

Chile es un país donde la doble moral parece haberse instalado cómodamente. Un país donde el verbo indignarse se conjuga con la misma naturalidad que el verbo recomendar. Donde la preferencia personal es un pecado cuando aparece en las páginas de un diario, pero una oportunidad estratégica cuando se trata del hijo del amigo o del sobrino recién titulado.

Esta doble moral no es exclusiva del poder político. No se limita a los pasillos del Congreso ni a las oficinas ministeriales. Es una lógica que atraviesa barrios, se cuela en las conversaciones familiares y se normaliza en gestos cotidianos que se justifican con un simple “es que aquí las cosas son así”. ¿Realmente es así? ¿Es inevitable o simplemente nos acostumbramos a mirar para otro lado?

Insisto, no se trata de minimizar los casos de corrupción que, por cierto, deben ser sancionados, sino de reflexionar sobre las prácticas cotidianas que, sin ser ilegales, perpetúan una cultura de la preferencia. Cada cierto tiempo el país se escandaliza con nombramientos cuestionables y redes de favoritismo. Los titulares gritan, las redes sociales se inflaman y las voces morales surgen con fuerza. Pero al mismo tiempo alguien asegura a su sobrino un trabajo, o abre una puerta en nombre de las buenas relaciones.

¿Es esto distinto? ¿Es menos grave? Claramente, legislar sobre esto es un reto mayor. Porque en un país tan estratificado, donde los círculos sociales y afectivos son pequeños y cerrados, cualquier norma que pretenda cortar esas redes puede terminar criminalizando lo que es parte de la vida cotidiana. ¿Qué pasará cuando un profesional sea excluido solo por conocer a alguien? ¿O cuando un funcionario que confió en otro sea crucificado por el error de ese otro? La línea entre la transparencia y el puritanismo social es delgada y peligrosa.

El problema no es que el país se escandalice. Al contrario, eso muestra que hay una conciencia, una expectativa de que las cosas sean mejores. El problema es que esa indignación suele ser selectiva, más un recurso para atacar al adversario que una convicción ética. Y así, entre el escándalo y la costumbre, se construye una narrativa esquizofrénica, donde se exigen estándares que no se cumplen, donde se clama por transparencia en lo público pero se opera en lo opaco en lo privado.

Si realmente se quiere, no solo una sociedad mejor articulada, sino una política más limpia, si se quiere acabar con el amiguismo y el tráfico de influencias, entonces el esfuerzo debe ser transversal. Porque el problema no es solo el favoritismo en la política, es la cultura de la preferencia personal como norma social. Como práctica aceptada que se critica pero que nadie parece dispuesto a abandonar. Y hasta que eso no cambie, cada escándalo será solo una pausa incómoda entre una recomendación y otra.

Por Natalia Piergentili, ex presidenta del PPD.

Más sobre:ProCulturaCorrupciónGobiernoPolíticaConfianza

COMENTARIOS

Para comentar este artículo debes ser suscriptor.

¿Vas a seguir leyendo a medias?

NUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mesTodo el contenido, sin restricciones SUSCRÍBETE