El grito global de la generación Z y su eco en América Latina
Por Daniel Zovatto. Director y editor de Radar Latam 360
Los jóvenes de la generación Z —según Forbes, los nacidos entre mediados de la década de 1990 y comienzos de la de 2000— encabezan hoy una ola de movilizaciones masivas en numerosos países del sur global, desde Nepal e Indonesia hasta Perú, pasando por Marruecos, Madagascar y Paraguay. Conocidos como zoomers o centennials, estos nativos digitales, flexibles, creativos y con vocación emprendedora, constituyen —de acuerdo con The Economist— una generación más educada y responsable que las anteriores, pero también más ansiosa, estresada y deprimida. Unidos por una rebeldía compartida frente a gobiernos autoritarios, ineficaces o corruptos, y apoyados en el poder de las redes sociales para organizarse y visibilizar sus causas, expresan su anhelo de un mundo más justo y libre, transformando su malestar en un grito global por cambiar las reglas del poder.
El descontento en Asia
Nepal se ha convertido en el epicentro simbólico de una ola de protestas juveniles que recorre el sur y sudeste asiático. Entre el 8 y 9 de septiembre, miles de jóvenes tomaron las calles contra la corrupción y la censura digital, incendiando edificios públicos y forzando la renuncia del primer ministro Sharma Oli. El detonante fue el intento del gobierno de bloquear las redes sociales para ocultar los privilegios de la élite, lo que desató la llamada “revolución Gen Z”: una revuelta sin líderes, breve pero intensa, que derivó en la designación de un gobierno interino encabezado por la exjueza Sushila Karki.
Fenómenos similares se registran en Indonesia y Timor Oriental, donde las protestas contra la desigualdad, los privilegios políticos y el costo de vida han movilizado a una generación hastiada de la corrupción y el desempleo.
Las protestas en Madagascar y Marruecos
En África, la juventud se ha convertido en el motor de una nueva ola de protestas contra la desigualdad, la corrupción y la represión. Kenia fue el país precursor de este fenómeno, marcando el inicio de una movilización generacional que hoy se extiende por todo el continente.
En Madagascar, la generación Z se ha levantado bajo el lema “cambiarlo todo”, harta de la corrupción, la mala gestión y los frecuentes cortes de servicios básicos: agua y electricidad. Con más de la mitad de la población menor de 30 años y un 75% viviendo en pobreza, las protestas —que ya dejan 22 muertos— reflejan una frustración generalizada. El presidente Andry Rajoelina promete diálogo, pero mantiene la represión.
En Marruecos, un movimiento denominado “GenZ 212” movilizó a miles de jóvenes en septiembre y octubre para exigir educación, empleo y fin de la corrupción. Aunque leales al rey Mohamed VI, cuestionan al gobierno por priorizar la construcción de estadios para el Mundial 2030 frente a hospitales y servicios esenciales. Con un desempleo juvenil del 35% y fuerte inflación, las protestas —represaliadas con cientos de detenidos— expresan un grito generacional: “Ya no tenemos miedo”.
Ecos en nuestra región
América Latina no es ajena a esta nueva ola de protestas juveniles. Desde el ciclo iniciado en 2019, la región enfrenta causas estructurales persistentes: desigualdad, informalidad, corrupción, servicios deficientes y élites desconectadas. La pandemia solo postergó, pero no resolvió, estas tensiones de fondo.
En 2025, el escenario regional es crítico. Cinco factores lo definen: un crecimiento económico débil (2,2%), un alto costo de vida, una juventud sin perspectivas atrapada en la precariedad, una crisis de representación política —con un 64% de jóvenes sin sentirse representados por ningún partido—, instituciones frágiles percibidas como corruptas e ineficaces, élites desconectadas de la ciudadanía, y la persistencia de la desigualdad junto al auge del crimen organizado y la incertidumbre social, 50% superior al promedio mundial según el PNUD.
Los estallidos recientes en Paraguay y Perú ilustran esta tendencia. En Asunción, miles de jóvenes se movilizaron el 28 de septiembre contra la corrupción y el nepotismo con el lema “Somos el 99,9% y no queremos corrupción”. Y en Perú, desde finales de septiembre, miles de jóvenes menores de 30 años se han venido movilizando contra el gobierno de Dina Boluarte, al que calificaban de inepto y corrupto, bajo la consigna “Unidos por el Perú que merecemos”. La chispa fue una polémica propuesta de reforma del sistema de pensiones que imponía cargas desproporcionadas a los jóvenes y trabajadores independientes. Aunque el gobierno reculó parcialmente, las protestas continuaron con fuerza, caracterizadas por su organización descentralizada y la ausencia de liderazgos tradicionales.
En la madrugada de este viernes 10, el Congreso peruano destituyó de manera exprés a Boluarte como presidenta, en medio de la profunda crisis de violencia que atraviesa el país andino, cuando faltan apenas seis meses para las elecciones de abril de 2026. El cálculo electoral de varias fuerzas políticas también estuvo presente en la decisión. El presidente del Legislativo, José Jerí, asumió como mandatario interino, abriendo una nueva etapa de incertidumbre e inestabilidad política en un país ingobernable; en el que casi todos los presidentes en los últimos 30 años han acabado destituidos o en prisión.
Reflexión de cierre
En conjunto, estas revueltas confirman una tendencia global: la irrupción de una generación hiperconectada digitalmente, frustrada e indignada, que ya no teme al poder y exige un nuevo contrato social frente a élites desconectadas y regímenes autoritarios. Desconfía de la política tradicional, denuncia el agotamiento de los canales institucionales y demanda resultados y oportunidades reales, transparencia y el fin de la impunidad.
En nuestra región, más que un fenómeno pasajero, estas movilizaciones son la expresión de una crisis estructural y generacional. La desigualdad persistente, la alta informalidad -el desempleo juvenil en contextos urbanos frágiles constituye un detonante directo de inestabilidad social-, la creciente inseguridad y la corrupción endémica han hecho colapsar el “ascensor social”, dejando a millones de jóvenes atrapados entre la precariedad y la desesperanza, en medio de una crisis de sentido amplificada por las redes sociales y la presión del éxito inmediato. Este cóctel de desigualdad estructural y malestar digital constituye hoy el corazón del descontento global que encarna la generación Z.
Estamos ante una generación que ya no busca integrarse al sistema, sino transformarlo o reemplazarlo. No está despolitizada: está repolitizando la frustración e indignación con nuevos lenguajes, códigos digitales y formas horizontales de acción que desbordan los marcos tradicionales de la política.
Pese a la represión, su voz sigue creciendo. Y aunque la polarización y la fragmentación social dificultan transformar este descontento en reformas sostenibles, la región podría estar al borde de un nuevo ciclo de convulsión: menos masivo, pero más volátil, fragmentado y potencialmente más peligroso para la estabilidad política y la gobernabilidad democrática.
En síntesis, la cuestión no es si habrá una nueva ola de protestas sociales en América Latina, sino cuándo y en qué forma. Las movilizaciones recientes en Perú y Paraguay constituyen un campanazo de alerta.
La advertencia está lanzada. Escuchar a la generación Z —antes de que su desencanto se transforme en ruptura— constituye hoy la prueba decisiva de liderazgo y lucidez, tanto para quienes gobiernan como para quienes, desde la oposición, deben ser capaces de ofrecer una alternativa viable, creíble y eficaz.
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