El pecado original

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Ya no están los tiempos para hablar de «presuntos» detenidos desaparecidos, cuestionar a las «blancas palomas» o mencionar los «excesos» del régimen. Por eso, en el país de los eufemismos, la palabra «contexto» se ha convertido en el santo y seña de moda para evidenciar una mirada laxa ante los crímenes de la dictadura.

Según la tesis del «contexto», los secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones perpetrados por el régimen serían apenas el cénit de una continuidad histórica, un punto más de la violencia política en Chile.

Esa es una patraña. Y la mejor prueba es el memorándum escrito por Jaime Guzmán días después del Golpe, para convencer a la Junta de dejar atrás su propósito, anunciado el mismo 11 de septiembre, de conservar el poder «por el solo lapso de tiempo en que las circunstancias lo permitan».

En él, Guzmán advierte a los líderes golpistas que esa transición rápida ya no es posible. Nombra el bombardeo de La Moneda, las ejecuciones sumarias y otros actos de violencia, y los define como «la quema de las naves de Cortés». Tales acciones de barbarie, avisa Guzmán, «van a ser juzgadas relativamente pronto de acuerdo a criterios democráticos (… y) no serían fáciles de defender si la Junta solo representara un paréntesis histórico».

La brutalidad desatada el 11 es tan inédita en la historia del país, que solo puede justificarse «como el costo que fue necesario para introducir a Chile en una nueva y promisoria etapa», dice Guzmán. Es tal la radical novedad de la barbarie, que «es la creación nueva lo único que puede darles sentido suficiente, a la vez que modificar los criterios con arreglo a los cuales se enjuician los hechos».

La dictadura larga y revolucionaria, en vez de la intervención breve y quirúrgica, surge, dicho en simple, como una coartada ex post para los crímenes. El horror obliga a la revolución como único escape del juicio a los culpables. Y, a su vez, la revolución necesita de la continuidad de la represión para asegurar el sometimiento a largo plazo de los chilenos.

«El éxito de la Junta está directamente ligado a su dureza y energía, que el país espera y aplaude. Todo complejo o vacilación a este propósito será nefasto», advierte el ideólogo gremialista. «El país sabe que afronta una dictadura y lo acepta (…). Transformar la dictadura en "dictablanda" sería un error de consecuencias imprevisibles».

El consejo tuvo consecuencias inmediatas. El 11 de octubre, Pinochet usa por primera vez el discurso de «metas y no plazos», y el 11 de marzo de 1974 ya habla de «una acción profunda y prolongada», que pretende nada menos que «iniciar una nueva etapa en el destino nacional».

Sabemos que, a poco andar, el régimen encontró la revolución que necesitaba: la modernización capitalista. La política de shock de los Chicago Boys fue «verdaderamente brutal», en palabras de Gonzalo Vial. El gigantesco costo social necesitó la continuidad de la represión, y al mismo tiempo la legitimó, completando así la lógica circular de Guzmán.

Gran parte de la élite política y empresarial, acunada por el éxito de esa revolución económica, aceptó el chantaje moral subyacente a la lógica de Guzmán. Hicieron la vista gorda ante los crímenes, «renunciando así», en palabras de Daniel Mansuy, «a principios morales y políticos que están en la base de la civilización occidental».

La necesidad de minimizar ese pecado original explica que, como vimos esta semana, hasta hoy cierta derecha política y empresarial siga tropezando, una y otra vez, con las tesis del «sí, pero», el empate y el contexto al hablar de los crímenes de la dictadura.

El contexto es una argucia. Aunque hay que reconocer cuán brillante resultó ser, para las mentes de muchos, la estrategia de «modificar los criterios con arreglo a los cuales se enjuician los hechos». Y amarrar así para siempre a especiosas justificaciones el horror del pecado original.

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