Opinión

El pueblo ha muerto, viva la gente

Santiago, 16 de noviembre 2025. El candidato presidencial, Franco Parisi, realiza un discurso durante el conteo de votos. Sebastian Nanco/Aton Chile SEBASTIAN NANCO/ATON CHILE

En 1989, la Concertación enfrentaba el desafío de ratificar el triunfo del No ganando la elección presidencial. Y la dictadura respondía con una campaña del terror parecida a la usada por el Sí.

“Aylwin, presidente de todos los chilenos”, proclamaban los afiches de campaña. “Aylwin, presidente de todos los comunistas”, respondían miles de panfletos que copiaban al pie de la letra el formato y la tipografía concertacionista, impresos enteramente en rojo y con la foto de un sonriente Aylwin saludando a Volodia Teitelboim.

El comando aylwinista debía dar pruebas de moderación. Y una de sus decisiones estratégicas fue olvidarse del “pueblo”, y reemplazarlo por un nuevo concepto, “la gente”.

“Gana la gente” fue el eslogan de la campaña de Aylwin. Más que un lema publicitario, sería el símbolo del país que se comenzaba a construir.

El “pueblo” se idealizaba como una masa homogénea que avanzaba hacia la consecución de una meta común. Este avance solo era posible como un ente único. Era la épica de un pueblo que “avanza ya” bajo “banderas de unidad” y que, siempre que se mantenga unido, “jamás será vencido”.

Pero junto a la transición había llegado la hora de la “gente”, diferenciada y heterogénea; un crisol mucho más diverso que, lejos de avanzar hasta vencer, iba a “ganar”, una palabra más a tono con el “país ganador”, exitista y pragmático, que celebraba la propaganda de la dictadura.

En las décadas siguientes, la gente, efectivamente, ganó. La combinación de economía de mercado y políticas sociales permitieron a millones salir de la pobreza y engrosar una nueva clase media, definida por su acceso al consumo y por su autoimagen individualista y empoderada.

A diferencia del avance del pueblo sesentero, basado en acciones colectivas como la reforma agraria o la promoción popular, este consumo en que “gana la gente”, es un acto individual. El sujeto épico ya no es el pueblo que marcha a desalambrar, sino Gerardo Baeza, el oficinista que consiguió un crédito de consumo (“y ni me moví de mi escritorio”), y Faúndez, el gásfiter que usa su flamante celular para prosperar como trabajador independiente.

Esa semilla había sido plantada por los Chicago Boys, pero recién se hizo carne para la mayoría de los chilenos en los años dorados de la Concertación. Y esto no ocurrió solo en el consumo de créditos o de teléfonos, sino también en los sueños de un mañana mejor.

Con la Concertación se masificó el consumo de la educación, vía crédito bancario en las universidades y copago en los colegios, un giro copernicano en la forma de entender la esperanza en el futuro de los hijos. Si antes ella había descansado en una educación pública provista por el Estado, ahora quedaba librada al bolsillo individual.

El pueblo ya no esperaría una educación mejor para todos; la gente usaría su nueva agencia para comprar educación como un bien de consumo más, con ofertas diferenciadas disponibles para cada bolsillo.

Ese fue el punto principal de crítica en la década de la impugnación, de 2011 a 2022. En alas del movimiento estudiantil, el gobierno de la Nueva Mayoría se centró en desmantelar esa estructura, eliminando el copago y la selección.

Entonces el progresismo descubrió, con horror, que parte de la clase media veía el fin del copago como una amenaza a su estrategia de ascenso social: se les forzaba a igualar hacia abajo a cambio de una dudosa promesa de educación pública mejor para todos.

Franco Parisi aparece en esa coyuntura.

Su campaña de 2013 fue tanto o más impugnadora que la de Bachelet: hablaba de un contubernio político -empresarial, y fustigaba a los otros candidatos como “representante del grupo Luksic” y “representante del grupo Angelini”. El programa televisivo que lo lanzó a la fama se llamaba “Los Parisi: el poder de la gente”. Ahí se mostraba como un cruzado de la gente común, que denunciaba los pecados de la élite económica, a la vez que entregaba consejos financieros para sacar ventaja de los forados del sistema.

El lema de su campaña fue “El poder de la gente”. Pero ese poder venía de los consejos para actuar individualmente, no de la acción colectiva. Ante un sistema desigual, no promete derribarlo, sino hackearlo.

En 2021, Parisi volvió creando el Partido de la Gente, junto a Gino Lorenzini, el fundador de “Felices y Forrados”, una empresa que ofrecía asesorías para “ganarle al mercado”. Mientras la izquierda se subía al vagón de No+AFP, soñando con crear un sistema previsional solidario para el pueblo, los PDG ofertaban, a precio módico, una salida individual a la gente que quería exprimir al máximo el limón, no cambiarlo por una teórica limonada popular.

En 2025, Parisi regresó con nueva compañía. Se sumó Pamela Jiles, la diputada que se hizo célebre gracias a otra fórmula individual ante un problema colectivo: los retiros previsionales, que permitían a cada chileno hacer carne el derecho de propiedad asociado al sistema de AFP.

En esta campaña, Parisi combinó otra vez denuncia de la élite con ideas simples para poner plata en el bolsillo de la gente. Ni grandes utopías ni reformas estructurales; prometió bajar sueldos en el Estado, nuevos retiros para pagar las deudas, y devolver, en dinero contante y sonante, el IVA a los medicamentos.

Sacó dos millones y medio de votos y quedó a apenas cuatro puntos de haber pasado a un balotaje que podría haberle abierto las puertas de La Moneda.

Su votación también sepultó el sueño de una resurrección del pueblo. Ese pueblo que parecía volver a creer en las hazañas colectivas, que marchó para el estallido, que votó por un proceso constituyente y que encumbró a Boric, ya no está para jodas. Después de tantas desilusiones, ¿cómo seguir creyendo en las vagas promesas de un mundo mejor de la izquierda?

Tras la elección, el oficialismo se lanzó en un atolondrado esfuerzo por seducir al candidato sensación. Pero eso es tan insensato como quedarse mirando al dedo que apunta a la luna. Aquí el fenómeno no es Parisi, sino la gente.

Y la verdadera tarea del progresismo es mucho más seria y a largo plazo: aggiornarse para articular un discurso que le haga sentido a la gente que realmente existe, no a ese pueblo mítico, muerto y enterrado, que la izquierda sigue venerando.

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