Entre castigar y creer
Ha ido aumentando la incertidumbre respecto de cuál será el resultado de la primera vuelta presidencial. Las encuestas marcan tendencias claras, pero aun así pocos se atreven a asegurar un ganador. Siempre hay algo de sorpresa en una elección, en parte porque los fenómenos sociales nunca son enteramente predecibles. Sin embargo, la incertidumbre actual tiene rasgos propios, como el hecho fundamental del restablecimiento del voto obligatorio. Si Chile ya venía mostrando vaivenes electorales, la dinámica solo se agudiza ante la entrada masiva de electores que por décadas no quisieron votar, y que serán precisamente quienes decidan la elección. Eso explica que la gran pregunta estos días esté siendo aquella por lo que terminarán haciendo esos nuevos votantes. Y todo indica que no será sino en la urna que decidan su opción definitiva.
El móvil más comentado a la hora de anticipar el voto de esos electores es el del enojo. Ciudadanos desafectados, desinteresados y desconfiados usarían ese derecho para castigar a una política que ha mostrado severas dificultades para responder a las demandas de las grandes mayorías.
Enfrentamos crisis profundas, incubadas por largo tiempo, y hemos emprendido apuestas como dos procesos constitucionales que, para muchos, no condujeron a ninguna parte. La gente no quiere el caos que conoció en 2019, pero sigue igual de (o más) inquieta que entonces por su destino y ve una política no solo ineficaz, sino sumida en sus propias disputas. Ese es el peor escenario posible: el de una ciudadanía resignada a la versión más lamentable de sus representantes y que entonces hace de su voto una instancia de venganza, reproduciendo el círculo vicioso de discontinuidad, fragmentación y conflicto que caracteriza hace ya un tiempo a nuestra política. Y que explica justamente su incapacidad para ofrecer respuestas.
Pero hay señales que nos permiten pensar otras hipótesis. El Monitor de Liderazgos realizado por Datavoz muestra, más allá de cuáles son los líderes más valorados, los motivos por los cuales los encuestados aprecian a las figuras espontáneamente mencionadas. A Johannes Kaiser, el más valorado en la última medición, se lo destaca no tanto por sus promesas, como por la actitud. Y esta última no por disruptiva o provocativa, sino sobre todo por honesta, firme y coherente. Nada de esto implica asumir que sean esas virtudes efectivas del candidato, pero sí es necesario tomarse en serio las percepciones de la gente. Porque esto parece indicar que no es el castigo el único motor del voto del nuevo electorado. Que, al valorar la honestidad o la coherencia, las personas muestran que están buscando a quién creer. Nada menos. Que quieren confiar, aunque no confíen hoy.
Por cierto, esto no hace más auspicioso el panorama al que asistimos. Porque es evidente que nuestra política ha tenido problemas justamente para encarnar esas dimensiones apreciadas, con figuras de centro poco creíbles, discursos repentinamente moderados después de haber promovido la transformación completa de la república, y candidaturas sospechosamente parecidas en tono y medidas propuestas. Sin embargo, esa misma evidencia es la que sirve de orientación: no parece ser que por outsiders o por disruptivas suben ciertas figuras, sino porque conectan con preocupaciones desoídas y las encarnan con credibilidad. Cuesta reconocer eso cuando el valorado es alguien que nos disgusta. Pero si la política tradicional no es capaz de hacerse estas preguntas, seguirá sumida en el escándalo y la derrota.
Por Josefina Araos, investigador IES.
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