Opinión

Episodios sinfónicos: el arribismo del pop

Salvo contadas excepciones, el cruce en lo sinfónico y lo popular rara vez funciona. El maridaje forzado semeja un gesto de aspiración social: la idea de legitimar el rock o el pop bajo el alero de la tradición académica, como si necesitara de esa medalla para ser tomado en serio.

Episodios sinfónicos: el arribismo del pop

“Monotonía y pobreza”, acusó Horacio Saavedra sobre el concierto de Pablo Chill-E bajo la dirección de Gabo Paillao, transmitido por Televisión Nacional el pasado sábado. Fue el estreno en Latinoamérica del Red Bull Symphonic, un formato que intenta enmarcar intérpretes urbanos con orquesta. La elección del artista de Puente Alto resalta considerando que Chile no es potencia en el género, superado por las escenas de Puerto Rico, Colombia y Argentina. El veterano director identificado indisolublemente con programas estelares y el Festival de Viña en dictadura, declaró en redes su mejor voluntad para “entender este invento tipo concierto (...) pero no pude seguir”, apuntando limitaciones líricas, “reef (sic) repetidos” y una “pseudo orquesta sinfónica (...)”.

Los aludidos reaccionaron. Gabo Paillao, de antecedentes artísticos contundentes con La Brígida Orquesta y Cómo Asesinar a Felipes, aludió a las prebendas de Saavedra como entusiasta del régimen pinochetista (“el poder, la avaricia y la estafa les permitió llenarse los bolsillos”), y también a una acusación histórica sobre Saavedra, de reproducir material envasado en directo. “Era fácil poner una pista -escribió Paillao- y engañar a la gente”. Pablo Chill-E, de carácter habitualmente volátil, recurrió al humor en X -”siempre fui más del tío Valentín"-, reflexionando después que “un día igual seré viejo y pelao, pero no me voy a poner a denostar el trabajo de los demás”, como si el ejercicio de la crítica estuviera invalidado.

Si faltaron “contrabajos, cornos, flautas, oboe, fagot, tímpanys”, según enumeró Horacio Saavedra en la propuesta de Pablo Chill-E y Gabo Paillao, no es particularmente gravitante. El debate combustiona en torno a descalificaciones anidadas en distancias generacionales y posturas morales, mientras subyace otra discusión más sustancial: la discutible compatibilidad entre lo sinfónico y lo popular.

Salvo contadas excepciones, el cruce rara vez funciona. Los Beatles lo entendieron mejor que nadie: cuando George Martin incorporó cuerdas y arreglos orquestales, lo hizo con la sutileza de quien suma capas a una obra ya monumental. Algo similar logró Jeff Lynne en Electric Light Orchestra, al concebir un híbrido de pop barroco y clasicismo ligero pensado como tal, y no como un injerto de último minuto.

Pero la bitácora de la casilla se inclina hacia los intentos fallidos y las letanías pretenciosas. El álbum sinfónico de Metallica, S&M (1999), califica como extravagancia antes que un capítulo interesante en su discografía. Lo mismo ocurre con Gustavo Cerati en 11 Episodios Sinfónicos (2001), como tampoco Mamalluca (1999) de Los Jaivas es la clase de título que clasifica entre lo imprescindible de la banda viñamarina.

El maridaje forzado semeja un gesto de aspiración social: la idea de legitimar el rock o el pop bajo el alero de la tradición académica, como si necesitara de esa medalla para ser tomado en serio.

El problema es estructural. La música clásica descansa en un andamiaje solemne de auto conferida trascendencia, donde la partitura no admite desvíos. El pop, en cambio, se alimenta de la frescura efervescente, de la inmediatez sin pretensiones de eternidad. Cuando ambos mundos se cruzan, lo usual es que se neutralicen: la orquesta sofoca la ligereza del pop, y la canción trivializa el peso histórico asociado al rígido formato orquestal de occidente.

Cada vez que la música popular intenta el traje de etiqueta, el resultado suele envejecer mal, víctima de su propia impostura. Cuando confía en sus recursos, incluyendo irreverencia y desechabilidad, alcanza la grandeza sin pedir permiso a una batuta.

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