Fetiches
En su origen, un fetiche se refería a un ídolo u objeto de culto al que se le atribuían cualidades mágicas y poderes especiales. Un talismán o amuleto, una superstición, cuya invocación -diría Freud- resulta incluso placentera. En tiempo de elecciones, el concepto ha traspasado al discurso público, en la forma de conceptos, ideas, promesas o candidatos que adquieren este cariz, reduciendo realidades complejas a recetas mágicas por medio de las cuales se movilizan -y manipulan- emociones humanas.
En todos lados se invocan talismanes. El recurso de la mano dura -sin inteligencia policial- como respuesta a los problemas de seguridad o el del derecho a manifestarse que fue utilizado como talismán absoluto que justifica cualquier desorden o violencia pública y protege, mágicamente, contra la policía. En la reciente elección primarias de la centroizquierda, se percibe que un cierto talismán bacheletista en que se atribuyen virtudes a la candidata ganadora por su indiscutible carisma personal, sin considerar la falta de un programa serio o la evidente contradicción entre los valores democráticos de la coalición con aquellos que respalda públicamente su partido.
Corremos el riesgo de hacer de la discusión pública -y de estas elecciones presidenciales- una competencia de conjuros mágicos, y con ello, una pantomima en que permitimos creer consignas que sabemos no se van a cumplir. Por eso, es útil revisar los proyectos y medidas concretas de cada candidato, para revisar la sustancia, el respaldo técnico, la mirada de largo plazo y su consistencia. Hoy lo que tenemos es poco -siete páginas y algunos ejes programáticos-, pero ilustrativo: si bien la palabra justicia se invoca repetidamente, las reformas al sistema de tribunales brillan por su ausencia. Es decir, se ofrecen derechos en papel, pero se omite fortalecer el mecanismo por medio del cual los ciudadanos pueden hacerlos exigibles. La justicia como fetiche.
Según los datos estadísticos publicados por el Poder judicial, un juicio ordinario en Chile demora en promedio unos 5 o 6 años hasta la sentencia de término (aproximadamente 981 días en primera instancia; otros 598 días en la Corte de Apelaciones, y aproximadamente un año en la Corte Suprema). Esto es consecuencia de un sistema sobrecargado -con 1,.2 millones de ingresos nuevos cada año, de los cuales 850 mil son juicios ejecutivos-, lo que se traduce en tribunales colapsados, con poca participación directa de los jueces, y en que los ciudadanos experimentan desconfianza y desesperanza en que el Estado podrá resolver sus problemas concretos. La situación es igualmente grave desde una perspectiva institucional, pues los tribunales son los principales mecanismos de contrapeso y autocorrección política, y han visto cuestionada públicamente su independencia con motivo de los escándalos asociados a los nombramientos.
Lo más llamativo es que se trata de un tema que ni siquiera requiere pensar una propuesta. El proyecto de reforma a los tribunales civiles ya existe desde el año 2005, y contempla tiempos mucho más acotados de tramitación; inmediación y oralidad, asegurando una participación más directa de los jueces en la solución de los conflictos; y una serie de mecanismos complementarios que simplifiquen el acceso a la justicia, favoreciendo la mediación y nuevos modelos de ejecución. Es un cambio copernicano respecto de lo que existe, y pese a ello, genera poco entusiasmo: no es una receta mágica que movilice muchas emociones. Es simplemente una propuesta seria, que puede tener un impacto concreto (aunque de largo plazo) en la vida de millones de personas. Estas cosas, en apariencia sencillas, son las más importantes. Y es en estos temas que podemos distinguir aquellos candidatos serios, de aquellos que pretenden encandilarnos con fetiches.
Por Diego Navarrete, abogado
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