Hegemonía liberal
En el famoso artículo de 1989 «El fin de la historia», Francis Fukuyama planteaba la tesis de que la historia del hombre, en tanto luchas ideológicas, había concluido. Entre las tres ideologías políticas que se habían disputado en Occidente, el fascismo y comunismo habían fracasado en su intento de desplazar al liberalismo. Este último se transformaría, entonces, en el gran triunfador. No habría nada más después de él. El progreso del hombre, hasta el fin de los tiempos, estaría determinado solo por los avances de la ciencia, el desarrollo tecnológico, el libre mercado y la supremacía del individuo sobre cualquier idea de comunidad.
Esta tesis permeó de manera casi perfecta en la política criolla. Quizá, en parte, porque los comienzos de la transición a la democracia coincidieron con la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. Como fuere, la transición a la democracia fue, de cierta forma, una transición al régimen liberal.
Hoy por hoy, la clase política pretende al liberalismo como ideología oficial de la democracia. De la mano de la corrección política ―que de liberal tiene poco―, quien no suscriba al liberalismo igualitario e inclusivo no tiene cabida en política. Por ello, es que todo lo que no les parece a los progresistas de izquierda y derecha se denuncia como fascista. Y lo que no le cuadra a los Chicago Boys, de comunista. Y es que las ideologías muertas, de un día para otro, parecieran haber resucitado. ¡Aleluya!
Hasta el mismo Fukuyama, hace un par de meses, pospuso el fin de la historia hasta nuevo aviso. Son los Trump, Bolsonaro, Le Pen y otros personajes del este de Europa los que encarnarían este milagro.
Si en algo tenía razón el politólogo estadounidense, es que el comunismo y fascismo que conocimos en el siglo XX murieron. Pero no es Trump el que nos lo viene a confirmar ―por más irreverentes que sean sus tuits―, sino su principal enemigo: China. Hace ya varios años que venimos comprando teles, manejando autos y comiendo el almuerzo en tupperwares chinos, mientras nos lamentamos de la dictadura venezolana. Y es que el problema, entonces, no sería la dictadura ni sus víctimas, sino que los que siguen vivos ya no pueden tomarse un Starbucks a media mañana. Todos nos convertimos en paladines de la democracia cuando no hay pan. Pero si la dictadura chorrea ¡métele con AliExpress! Y, por lo mismo, no pasa nada si veraneamos en las blancas playas de las monarquías militares del sudeste asiático, ni menos que el evangelio dominical de Peña tenga razón.
Así como a nadie le sorprende que cierta izquierda esté preocupada de los piropos en la calle, la educación no sexista y últimamente de los pobres niños que queman carabineros, a nadie tampoco le asombra que cierta derecha esté preocupada de legalizar el aborto, del financiamiento público del reiki y, últimamente, de hacerse dueños del No. Y en toda esta alharaca mega liberal, los empresarios son los únicos que, al parecer, están preocupados de los más pobres. Piñera la hizo.
Mientras el consenso liberal sigue innovando en nuevos derechos creados en convenciones participativas de políticos biempensantes en Ginebra, los que nos calamos a los neofascistas en nuestras fallidas democracias seguimos estando vivos. Mientras tanto, ¡viva el liberal comunismo!
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