Opinión

La banalidad del mal en la lucha contra el crimen

Foto: Tomaz Silva /Agência Brasil Tomaz Silva/Agência Brasil

Cuando no reflexionamos sobre las consecuencias morales de nuestros actos, seguimos órdenes sin reflexión o pensamos que las responsabilidades no son propias, sino de un sistema que nos protege, crece lo que Arendt llamó “la banalidad del mal”. Somos capaces, los seres humanos, de justificar e implementar acciones de profunda violencia, incluso sadismo, bajo la justificación de seguir órdenes superiores. Imágenes que nos podrían parecer inenarrables terminan siendo justificadas bajo la sensación de que el sistema las requiere para fortalecerse.

La información que emana de las cárceles salvadoreñas, donde más de 400 personas habrían muerto debido a negligencia, violencia e incluso tortura desde el inicio del estado de excepción, es para muchos un “daño colateral” de la lucha contra las pandillas. De igual forma, el 29 de octubre más de 100 jóvenes (principalmente hombres y negros) fueron asesinados en Río de Janeiro, en el marco de un operativo policial que buscaba personas con órdenes de detención pendiente. Todo parece indicar que fue una acción política diseñada más que un enfrentamiento armado. Muchos encontraron, sin embargo, que eran “las consecuencias de la vida en el delito”. No olvidemos que anualmente más de seis mil personas mueren en manos de la policía en Brasil (en su mayoría hombres, jóvenes, negros y pobres).

El terror que generan los diversos grupos criminales presentes en las zonas más pobres y abandonadas por el Estado de las ciudades latinoamericanas es cotidiano. Frente al control territorial, la presencia de violencia letal, el enfrentamiento entre bandas, el masivo cobro de extorsiones y la constante percepción de amenaza, no parece haber solución alguna. Tal vez las iniciales respuestas de apoyo de buena parte de los salvadoreños y ahora de brasileños (incluso habitantes de favelas) respondan a esta frustración cotidiana de abandono, carencia de autoridades, corrupción e ineficiencia. El mal se justifica.

Seamos claros, estos ejemplos muestran acciones que no deberían ser justificadas y en muchos casos pueden ser incluso ilegales. Pero frente al miedo o a la percepción de amenaza, logramos justificar todo tipo de actos que consideramos no podrían tenernos como sus víctimas. Porque rápidamente colocamos a todos estos jóvenes en una categoría donde los derechos humanos e incluso el Estado de Derecho pierden importancia. La banalidad y normalización del mal.

La política tiene una gran responsabilidad. Reconocer la importancia del poder ilegal y enfrentarlo, la construcción de medidas que efectivamente protejan a las personas y castiguen a los criminales, el compromiso por una presencia efectiva del Estado y sus políticas públicas para enfrentar el abandono, la precariedad y la violencia. Esto en el marco del respeto de los derechos de todos y del reconocimiento que incluso los criminales más abominables tienen que pasar por la justicia.

El discurso electoral aguanta cualquier cuña. Cuando justificamos la violencia, el maltrato, la segregación, la discriminación y el abandono de algunos como políticas efectivas, no nos sorprendamos de que ante la frustración por su esperado bajo desempeño muchos se pregunten si terminar con la política democrática no sea otro daño colateral para contemplar. La irresponsabilidad tiene consecuencias.

Por Lucía Dammert, académica de la Universidad de Santiago de Chile.

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