Opinión

La conversión de los ídolos

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Se cumplieron 160 años del fallecimiento de Andrés Bello (1781–1865) y 150 del nacimiento de su bisnieta Rebeca Matte Bello (1875–1929), este 29 de octubre.

Mis relaciones con esta misteriosa artista son muy antiguas. De niño, llegaba yo respetuosamente ante sus grandes esculturas como si fueran montañas talladas, no por dioses, sino por ella: una señora que les había dado aspecto humano sirviéndose de un cincel, si eran de mármol.

Un tío fisicoculturista, con su envidia chispeante, comentaba siempre lo mismo:

—Ella solo impartía órdenes. Disponía de muchos maestros de la construcción, musculosos como yo, que le hacían el trabajo duro.

Que ella después pulía por aquí y por allá, como una dama muy fina que coloca la guinda sobre la torta y la transforma en su opus magnum.

La tradición cosmopolita saducea a la que pertenecía, y que Gabriela Mistral intuyó quizá correctamente, le sugirió geniales figuras propias. Y como si la escultura hubiera logrado delatar lo que ese arte tenía de idolatría, seres de la mitología griega y la leyenda romana adquirieron la forma de gigantes y santos patriarcas del Antiguo Testamento. Por ejemplo, su Ícaro y Dédalo, en Chile en el frontis del palacio de Bellas Artes, que podrían ser Moisés y su hermano Aarón tras una fallida aventura aeronáutica, un milagro que Dios nunca les permitió ejecutar, pero que tuvo que ser convertido por la República en mártires de los intentos fallidos por conquistar el aire, siglos después de la de los océanos, son una naturaleza caída.

Junto a su mausoleo en el Cementerio General un viejo ciego guiado, si cabe la palabra, por una joven ciega podrían ser el viejo Adán conducido por una recién nacida Eva. “Los ciegos”, la obra de Maurice Maeterlinck (1862–1949), el narrador de los reinos de abejas y flores, amigo de Rebeca, en la que el conjunto escultórico perfectamente podría estar inspirado, trata sobre una tribu de no videntes que vagan por un oscuro bosque hasta que escuchan el llanto de un bebé, le siguen la pista y lo encuentran. Descubren que la criatura sí ve. Ella será su guía. De la misma manera, Antígona guió al ciego Edipo, en busca de una tumba para que él se echara eternamente a descansar, que tal vez sea el caso de los muertos que resucitarán, pues se habrán malacostumbrado a permanecer con los ojos cerrados y hará falta alguien joven y ágil que corra a encontrarlos y los dirija por un rato.

En marzo de 1923, cuando el inicialmente disruptivo gobierno de Alessandri se agotaba sin grandes logros, se inauguró un formidable conjunto escultórico dispuesto en lo que es hoy el bandejón central de la Alameda: el monumento de los héroes de La Concepción, que Rebeca Matte planeó en Florencia, en cuya Academia fue la primera profesora. Y recién entonces, conjeturo yo, su estilo de ídolos sometidos cedió al de los fastuosos monumentos, de tradición ajena. Si hasta la aviación, entre los coros de cientos de niñas, las ovaciones y salvas, sobrevoló esta suerte de acto neopagano mientras con una tea Alessandri incendiaba el flameante velo para dejar las formas escultóricas al ¡Oh!

Por Joaquín Trujillo, investigador CEP

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