Opinión

La frustración ilustrada

Se pierde la esperanza: desalentados de encontrar un empleo suben 10% anual en junio

En mayo de 2005, durante su última cuenta pública antes de terminar su mandato, el Presidente Ricardo Lagos reivindicó un logro de su gestión: “Hoy, mi mayor orgullo, [es que] de cada 10 jóvenes que están en la universidad, siete, siete, es [son] primera generación en su familia que llega a la universidad”, dijo. La relación de cifras, con sus variaciones posteriores, sería repetida no sólo por él, sino por muchas exautoridades de la época.

A partir del año siguiente la educación escolar pública y luego la educación superior se transformarían en el centro de un debate intenso y encendido que provocaría varias crisis políticas, de las que surgirían reformas importantes, y del que emergería una nueva generación de dirigentes que a la vuelta de las décadas llegarían al poder.

Tal como lo señalaba el Presidente Lagos, el acceso a la educación superior por la vía de las instituciones privadas creadas a partir de la reforma de 1981 y del crédito, efectivamente, se multiplicó durante su mandato. En los años posteriores la matrícula siguió creciendo impulsada por la puesta en marcha de la política conocida como gratuidad universitaria: según cifras del Ministerio de Educación procesadas por Unholster, entre 1990 y 2021 hubo un aumento de 419 por ciento entre los matriculados, casi el 60 por ciento de ellos en universidades y el resto en Institutos Profesionales y Centros de Formación Técnica.

En adelante, esa tasa de crecimiento sería menor, pero sostenida.

Durante las primeras décadas de la transición el discurso de los expertos era claro: mayor número de años de estudio significaba mejores perspectivas laborales y de ingresos. Las autoridades repetían que la educación superior era la vía señalada para lograr estabilidad laboral y movilidad social, es decir, algo tan concreto como alcanzar un nivel de vida superior al de la familia de origen.

Hubo una generación que efectivamente constató que eso era posible y que logró mejorar las condiciones de vida que tuvieron sus padres. Según todos los estudios, esa movilidad se produjo, sobre todo, entre los segmentos de ingresos medios. La promesa se cumplió durante una época con altas tasas de crecimiento apalancada por el ciclo internacional de auge de precios de las materias primas, es decir, condiciones excepcionales.

Poco y nada se hablaba de lo que podría suceder si esas variables cambiaban, tal y como sucedió. Actualmente las nuevas generaciones que egresan de sus estudios superiores se están encontrando con una realidad muy diferente a la de las primeras décadas de la transición: la promesa de prosperidad no se está cumpliendo.

Esta semana, el Observatorio del Contexto Económico de la UDP difundió un estudio en donde constata que la proporción de personas de la fuerza laboral con educación superior completa ha ido en aumento de modo persistente, algo que no significaría un problema si no fuera porque la certificación académica no está garantizando encontrar empleo en ocupaciones acordes la calificación lograda.

De hecho, la tasa de desempleo ilustrado entre marzo y mayo de este año ha sido de 8,1 por ciento, “la más alta desde que existen registros”, excluyendo el período de pandemia, según el informe. La cifra es aún peor entre los menores de 30 años, tramo en el que la tasa de desempleo entre personas con educación superior completa trepó desde el 12% en el periodo de marzo a mayo de 2024, al 15,9% durante el mismo período de este año.

En diciembre de 2023 fui invitado a comentar una investigación del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), que daba cuenta, entre otras cosas, de una disminución en la percepción de que los años de estudios impulsen directamente la movilidad social. Esta relación de causa y efecto que durante décadas se entendía como un hecho, ha empezado a decaer.

Si bien el estudio del COES mostraba que para los encuestados de todos los sectores sociales era evidente el avance en la formación profesional o académica respecto de sus padres, ese factor no significaba necesariamente una mejoría en su posición social. El estudio indicaba que existe fatiga de material en las expectativas de que frente a un esfuerzo desplegado estudiando una carrera profesional se obtenga una recompensa en forma de un trabajo remunerado adecuadamente.

Este caso es particularmente evidente en el sector que me atrevo a clasificar como una clase media baja (en el estudio se usa una nomenclatura más técnica), en donde un 16% piensa que a pesar de tener una mayor educación que la de sus padres y desempeñar labores que se supone son más complejas, la retribución en ingreso que obtienen los deja donde mismo. En el estrato inmediatamente superior la percepción de estancamiento disminuye al 11%.

Esto explicaba otro hallazgo del estudio: el valor que se le da al esfuerzo ha decrecido como factor de movilidad social. Hay un grupo importante que no cree que en el país se recompense a quien trabaja duro, y la idea de que el origen social es más importante para lograr estatus, aumenta.

El desempleo ilustrado está comenzando a aparecer como una realidad demográficamente significativa de la que no se está hablando lo suficiente. El relato tradicional en nuestra cultura había sido hasta ahora que para medrar socialmente era necesario esforzarse, sacrificarse, los verbos más usados en los relatos de vida de los chilenos y chilenas.

Las condiciones actuales están indicándoles a muchas personas que el esfuerzo y el sacrificio para lograr un título universitario o un grado académico pueden ser inútiles, que los años de estudios pueden ser en vano. Si el problema respecto de la educación superior hace 20 años era la forma de acceder a ella, ahora cada vez más está mutando en otras preguntas, todas relacionadas con la posibilidad de evitar que la esperanza de tantas generaciones acabe transformándose en frustración colectiva, una emoción amarga de la que suelen brotar las peores formas de resentimiento.

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