Opinión

La fuerza estudiantil

Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

En 2021 se cumplieron 40 años de la publicación del Ensayo sobre la noción de Estado en Chile, una de las obras principales del historiador Mario Góngora. Se ha repetido hasta la saciedad que lo que Góngora propuso en este breviario fue la tesis según la cual la nación chilena sería producto del Estado y no al revés. Y puesto que Chile fue inicialmente una frontera de guerra, habría que atribuir al Ejército el origen del Estado. De ahí que muchos hayan sumado: la nación es hija del Ejército. Lectura no equivocada pero sí reduccionista.

Lo que aquel ensayo conjeturó es más complejo. Pretendió lo que hicieron tantos trabajos de su tipo: arbitrar entre varios grupos que constituían los pilares de la República (por ejemplo, Bello con su Discurso de instalación de la U. de Chile). Al notar estas contrariedades, Góngora concedió también un saludable favor a todos esos grupos, facilitándoles consciencia de la dialéctica en la que se implicaban mutuamente.

Así, observó que la legitimidad de las instituciones chilenas no es la de las viejas monarquías europeas, por lo que requiere una permanente refacción. Durante el siglo XIX, la impronta de Portales fue efectiva, mas no para siempre. En el XX, Góngora ve emerger una serie de actores de naturaleza irreductible. Entre ellos quiero mencionar a dos: el Partido Socialista (en tanto fuerza no marxista y de carácter continental); y la fuerza estudiantil (con la Fech a la cabeza y la prédica transformadora y antiviolentista de figuras como Pedro León Loyola, por la década del 1910).

Góngora percibió potencias que concurren a la solvencia del Estado. ¿Estado? Huelga aclararse que su concepción del mismo no refiere únicamente a la maquinaria burocrática, sino que invoca una conformación espiritual cuyos límites son difusos. Lo que hace la descripción de Góngora es proponer una nueva Constitución no propiamente jurídica. Es la de eso, tan desacreditado, que se llamó “las fuerzas vivas”.

La propuesta cayó mal a cierta derecha (Góngora la acusó de haberse sumado a las planificaciones globales iniciadas por Frei Montalva) y a alguna izquierda (porque en plena dictadura observó el papel central del Ejército).

Resulta contraintuitivo que aquel historiador tradicionalista viera con enojo el hecho de que la Constitución de 1980 no haya dado la preponderancia que la de 1925 dio a la educación pública, dicho sea de paso, la principal bandera de lucha que mantuvo encendidos los movimientos estudiantiles desde el regreso a la democracia, y que cobra mayor impacto ahora que uno de sus adalides, ex presidente de la Fech en 2012, se ha transformado en el de la República una década después.

Como el gran historiador que era -a la altura, y en el registro, de un Burckhardt o un Huizinga-, Góngora fue de esos que mirando hacia atrás ven más hacia delante. Su aspecto de visionario debería hacernos volver sobre las muchas puntas de iceberg que se avistan en su secreta Constitución.

No digo que haya que hacerle caso, pero sí memorizarlo, por si acaso.

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