La niebla de la guerra
¿Terminó o no la guerra entre Israel e Irán? No se sabe. ¿Hay duración para la tregua, acuerdo de paz, calendario de negociaciones? Tampoco se sabe. Lo que sí hay es un alto el fuego, cosa bastante extraordinaria para dos países que durante 12 días se estuvieron golpeando duramente a punta de misiles. Los dos se proclamaron vencedores, cosa que suena más incongruente en el caso de Irán, que perdió el control del espacio aéreo de su capital al tercer día del conflicto.
¿Y es en verdad posible que esto haya sucedido por la sola presión de Donald Trump? Lo que irrita a la diplomacia del mundo es esta manera descarada de saltarse las convenciones, el diálogo, la negociación, en fin, los instrumentos civilizados. Trump lo ha logrado, aunque, dicen los más enojados, cualquiera podría hacerlo si tiene el mayor poderío militar del planeta. Pero es que así no se hace; ni lo hicieron, para no ir muy atrás, Clinton, ni Bush, ni Obama, ni Biden. Veamos.
El ataque de Israel a Irán era, en principio, lo más peligroso del mundo; Irán podría haber tenido un arma nuclear y atacado con ella a Israel, que quizás hubiese replicado con otra arma nuclear, que tampoco se sabe si tiene. No ocurrió. La lógica de Israel es fácil de seguir. Tras su incesante castigo a Hamás en la Franja de Gaza, la neutralización de Hezbolá en el Líbano y la derrota de Assad en Siria, Israel decidió ir por el financista y coordinador de todos ellos, el único Estado que ha declarado que pretende borrarlo del mapa.
Pero esta era la línea roja, porque se suponía que el poderío militar de Teherán era superior a todos. Los militares israelíes no tenían la misma evaluación después de los dos intercambios armados del 2024. Tenían razón: en un solo día de bombardeos, Israel dañó muchas de sus instalaciones militares, asesinó a dirigentes y científicos y aniquiló su fuerza aérea. La respuesta iraní estuvo por debajo de sus amenazas, por lo que Israel continuó su campaña, asumiendo las pérdidas potenciales. Y la habría continuado, de no ser por la intervención de Trump, primero con un bombardeo colosal sobre Irán y después con la imposición del alto al fuego. Nada bien pudo estar Irán para aceptar un cese del fuego de un país que lo acababa de bombardear.
¿Se termina con esto el conflicto Israel-Irán? Para nada. Pero en el intertanto, se ha reconfigurado toda la situación del Medio Oriente. Como han notado diversos analistas, los países árabes mantuvieron un significativo silencio durante los ataques. Irán ya no los representa, ni en su política regional ni en su pretensión de expandir la teocracia musulmana. Algunos de ellos apoyan, bajo cuerda, a la oposición iraní y rechazan su alineamiento de ocasión con la Rusia de Putin.
Trump llegó investido con esta inverosímil victoria a la cumbre de la OTAN en La Haya, donde se firmaría el compromiso de aumentar el presupuesto de Defensa de cada país a un 5% del PIB. El español Pedro Sánchez rechazó el proyecto; cabe imaginar cómo mostraría ese gesto en la política interna de España. Pero Trump sacó su arma favorita, los aranceles, y Sánchez terminó por firmar.
El caso es que el aumento en los gastos de Defensa de Europa tiene por único destinatario a Putin. Es un acto sumamente inamistoso, que en otro momento de la historia habría sido casus belli. Lo han justificado la invasión rusa de Ucrania, el retiro de la ayuda de Estados Unidos y lo que Jürgen Habermas ha llamado “el objetivo de que Ucrania no debe perder esta guerra”. Lo que importa, de todos modos, es que Europa accedió. Es un nuevo giro.
Estos dos elementos son esenciales para entender la política exterior de Trump. Primero, no le gusta la guerra; no es un belicista al modo de Teddy Roosevelt o George W. Bush. Es un negociador brutal y truculento, de esos que a veces se encuentran en los negocios, que fija sus condiciones con el tejo pasado y simula que no retrocederá ni un milímetro. En el extremo, está dispuesto a usar las armas, pero sólo para mejorar su posición, no para entrar en guerra, como lo demostró su reacción ante el flácido ataque de Irán a una base militar en Catar.
Segundo, Trump mira al mundo con la convicción de que en el orden de la post Guerra Fría muchos países, si no todo Occidente, han estado requiriendo la ayuda de Estados Unidos para sostener su estabilidad militar. A su juicio, esta masiva exacción de recursos sólo los ha debilitado a todos. Trump se siente llamado a reponer la equidad del sistema de la defensa internacional.
El tercer elemento es no confundir la política exterior con la política doméstica de Trump, aunque haya ciertas similitudes entre ambas. En lo interno, Trump sí cree librar una guerra, una de las llamadas culturales, contra personas e instituciones a las que acusa de atacar los fundamentos de la nación. Pero esa es otra historia.
Tanto la guerra de Ucrania como la de Israel-Irán (y más la segunda que la primera) han mostrado el potencial de convertirse en una conflagración civilizatoria. Así hay que entender el llamado del Departamento de Estado a los países de América Latina para que definan “de qué lado están”, si con Occidente o con sus enemigos. Es una encrucijada algo maniquea, que sugiere que por ahora la mejor respuesta es un prudente silencio, pero que al mismo tiempo exige contrastar cuidadosamente no sólo la propaganda con los hechos, sino también los valores que empiezan a asomarse tras la niebla de la guerra. En América Latina las políticas exteriores son contingentes con las correlaciones políticas internas, pero una diplomacia rigurosa debe hacerse la pregunta.
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