Opinión

La nueva guerra

Droga en base militar de Colchane: hallan medio kilo de pasta base escondido en un termo. Foto referencial: Alex Díaz/Aton Chile ALEX DIAZ/ATON CHILE

Chile ha sido objeto de una silenciosa, sibilina, inaparente, declaración de guerra: la guerra del narcotráfico. Los incidentes denunciados en el Ejército y en la Fuerza Aérea acerca de personal militar envuelto en tenencia y traslado de sustancias prohibidas sólo pueden ser entendidos como intentos de infiltración de las Fuerzas Armadas, sin que sepamos aún su extensión y el grado de maduración que alcanzaron a tener.

El hecho de que esto haya ocurrido en el extremo norte y en las cercanías de las fronteras con Bolivia solamente confirma lo que ya es sabido. Desde el desminado total de esas zonas, a mediados de la década pasada, el límite con Bolivia pasó a ser el más poroso de Chile, una zona tan inocente que facilita la transhumancia de las familias aimaras hacia uno y otro Estado, y tan peligrosa que permite la instalación de todo tipo de bandas criminales. Por múltiples razones -la mayoría derivadas de la fragilidad institucional-, los gobiernos de Bolivia han mostrado cierta lenidad en el control de su parte de la frontera, como lo demostró con largueza el momento crítico de los flujos migratorios procedentes de Venezuela.

Esto es otra cosa. Se trata de un esfuerzo por capturar a personal de las Fuerzas Armadas para ampliar las líneas de distribución de la droga a niveles desconocidos, pero seguramente crecientes. Teniendo en cuenta que el narcotráfico es una actividad empresarial de alta racionalidad, parece claro que se ha buscado crear un canal seguro, confiable y casi libre de sospecha para mejorar el negocio desde sus puntos de ingreso al territorio chileno. Un reciente grupo de estudios coordinados por Aldo Mascareño, Rodrigo Vergara y Nicole Gardella (Violencia en Chile. La fragilidad del orden social, FCE/CEP, 2025) subraya que estas empresas, a menudo multinacionales, tienen flexibilidad para aliarse con bandas locales, lo que amplifica sus capacidades. Su flanco frágil es el recorrido que debe seguir el dinero que recolectan; en el momento del lavado, gran parte de la red queda expuesta, siempre que el Estado tenga la coordinación necesaria entre sus agencias. En Chile, dicen los estudios, esa coordinación es deficiente, por ejemplo, entre Carabineros y la PDI.

Así es la nueva guerra. Las Fuerzas Armadas de México, Colombia, Ecuador, entre otras, saben muy bien que este es el nuevo enemigo, que en sus casos ha sobrepasado todos los escenarios de conflicto convencional, incluso la guerra civil, como ocurrió en Colombia, donde la guerra de los narcotraficantes contra el Estado se superpuso con la de la guerrilla, creando una situación infernal. Hay muchos signos de que, bajo las incumplibles promesas del gobierno de Gustavo Petro, la guerra interna está regresando, aunque esta vez la hegemonía la tiene el narcotráfico.

Por eso son tan graves los incidentes en la FACH y el Ejército, no por la contienda de competencia entre la justicia especializada de la Fuerza Aérea y el Ministerio Público, incluso en el caso de que existan buenas razones para plantearla. En situación de guerra, es una discusión poco relevante.

Y por eso, tal vez, hay que repetirlo: se ha declarado una guerra.

La visión fatalista de la historia dirá que esto iba a suceder tarde o temprano. No hay forma de demostrar lo contrario, pero en ese caso cabe preguntarse cuán preparadas están las Fuerzas Armadas para hacer frente a un enemigo no estatal, con inmensa capacidad de corrupción y redes fuertes en al menos dos de los países vecinos. Conviene abandonar desde ya la idea de que las Fuerzas Armadas están en esto de manera pasajera. No hay forma de que, ante la envergadura de la amenaza, el instrumento de mayor capacidad del Estado se repliegue a las tareas que tuvo en el pasado.

El único indicio sobre su preparación, por ahora, es la reacción rápida de los altos mandos del Ejército y la FACH, que ha servido para alertar a toda la cadena de mandos y probablemente elevar el nivel de vigilancia. La Armada, adelantada por los múltiples problemas de la seguridad portuaria, ha desarrollado hace ya varios años un protocolo de certificación del personal que podría estar en contacto con el mundo tentacular del tráfico ilícito. De nuevo, la experiencia mundial muestra que finalmente estos mecanismos de control se extienden a gran parte del personal.

La mayoría de estas medidas son invasivas y escudriñan en la vida privada más allá de lo que parece tolerable. Por lo tanto, tienden a ser resistidas y requieren de fuerte certidumbre respecto de su confidencialidad. Algo similar ocurre con los dispositivos de contrainteligencia, que en buena parte consisten en vigilar al personal.

El Estado de Chile está obligado a multiplicar sus prevenciones ahora que ha recibido las declaraciones formales que significan los hallazgos de droga entre sus filas militares. Los países que han sufrido esta experiencia saben que un paso hacia atrás es un paso perdido para siempre.

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