Las diversas formas de una misma rabia
Algo parece indicar que en los tiempos que corren quien mejor administre la rabia circulante, que abunda, es quien tiene mejores perspectivas electorales.
Las izquierdas, en sus distintas variantes, tuvieron su turno tras el estallido con la abrumadora mayoría alcanzada en la primera Convención Constituyente y luego con el triunfo en la presidencial de Gabriel Boric. La oportunidad, sin embargo, comenzó a licuarse tras el fracasado primer proyecto constitucional y con la crisis migratoria devenida en alerta de orden y seguridad. El oficialismo terminó atrincherado en un 30 por ciento de apoyo a un gobierno que, por un lado, debió arriar banderas hasta hace poco enérgicamente agitadas, y excusar su inagotable capacidad para defraudar a quienes lo apoyaron con respuestas débiles carentes de autocrítica.
Gobernar como secta debe tener sus ventajas para mantener el ánimo interno, pero tiene una consecuencia dañina cuando quienes están a cargo del poder deciden aislarse y limitarse a escuchar la reverberación de una alegría narcisa, confeccionada con performances difundidas para el prosélito, mientras fuera del círculo de allegados la realidad muta en un descontento iracundo que cunde en zonas en donde el narco y las iglesias evangélicas tienen más presencia que el Estado.
Justamente “los territorios” abandonados por los partidos socialdemócratas de la ya legendaria Concertación, cuya candidata en las últimas primarias solo ganó en las comunas más ricas de Santiago gracias a una campaña diseñada para el Chile de 1995. El mismo mundo de barriadas salpicadas de sitios eriazos que habitan quienes se sienten ninguneados por la élite frenteamplista que, pese a su declarada ambición de cambio social, funciona internamente bajo las mismas lógicas de clase, estatus y jerarquía de estamentos privilegiados que el más conservador de sus adversarios: para muestra su resultado en primarias.
Bajo esas circunstancias resultaba lógico que la mejor candidatura -a los ojos de un votante de izquierda- fuera la de Jeannette Jara, porque tenía la ventaja de guardar cierta coherencia interna entre aspiraciones declaradas y su propia biografía, y contar con logros específicos en su gestión como ministra. Pero lo que era útil en primarias no necesariamente lo sería en la elección general.
El anticomunismo es el primer flanco que ha debido proteger Jeannette Jara, aunque tal vez el más difícil de manejar, porque nadie puede desentenderse tan fácil de aquello que ha fraguado su identidad política. El Partido Comunista chileno, independiente de la opinión que se tenga de él, tiene un peso en la historia del país, una contundencia que lo ha hecho sobrevivir a la persecución y a las transformaciones sociales con un vigor que no han tenido otros alguna vez importantes y hoy en vías de extinción, como la Democracia Cristiana o el Partido Radical. Es un hecho. También es un hecho que esa capacidad vaticana para sobreponerse a los cambios históricos arrastra el costo de un anquilosamiento porfiado en defensa de regímenes impresentables, una terquedad endémica entre los sectores más veteranos y una identidad ideológica de origen difícil de calzar con las aspiraciones de un pueblo que mayoritariamente no le hace asco al consumo, ni se siente parte de un proletariado que no existe más, ni quiere clase de marxismo. Aquello que el partido le aporta a la candidata Jeannette Jara en disciplina y contacto con ciertos sectores populares, se lo resta en credibilidad sobre la capacidad de formar un gobierno amplio de orientación socialdemócrata. Es un hecho que la palabra “comunista” sigue siendo un insulto o una acusación grave para un sector importante del país, y que así sea no es algo que se pueda cambiar en una campaña. Ese es un flanco, el otro es la cercanía de la candidata con el propio gobierno del que fue ministra y cuyos índices de rechazo desde hace años superan el 50 por ciento.
Hubo dos momentos del último debate presidencial en los que el peso muerto del actual oficialismo hizo trastabillar a la candidata Jara de un modo desconcertante: cuando sostuvo que estaría a favor de construir una planta de hidrógeno verde en el norte, sacrificando, por lo tanto, las ventajas del sector para el desarrollo de la astronomía, y cuando equiparó machismo a feminismo frente a una pregunta fácil de retrucar.
En ambos momentos se asomó la paradoja de querer ser al mismo tiempo cambio y continuidad, desechando promesas del cuidado del medioambiente, contraponiéndolo con productividad, basureando tácitamente el valor del desarrollo científico y disponiendo a un mismo nivel feminismo, es decir las políticas para avanzar en igualdad de género, con un prejuicio arbitrario y odioso como el machismo.
Ambos tropiezos solo se explican porque Jeannette Jara ha debido resistir una carrera presidencial cuesta arriba, acomodando sobre sus hombros el legado contradictorio de un gobierno que asumió rebosante en convicciones y promesas que no pudo sostener en los hechos. Esto la ha obligado a cuadrar un círculo imposible: mostrarse como alguien con los pies en la tierra, capaz de ofrecer orden y crecimiento, destacar los logros que obtuvo como ministra, pero al mismo tiempo imponer distancia con la nave madre. Aspirar a que el electorado rellene los baches lógicos de este ejercicio es exigir demasiado.
Bajo estas condiciones las posibilidades de un triunfo para Jeannette Jara son escasas, pero no imposibles. De ganar, su mérito será enorme, pero el dilema y los flancos no se esfumarán, persistirán con un Congreso más hostil que el actual. En el caso contrario, la responsabilidad por una derrota no será totalmente suya, sino de todas las izquierdas actualmente en el poder, las que han estado evitando mirar de frente y en detalle el significado del fracaso del 4 de septiembre de 2022, el momento en el que la rabia cobró otra forma, una que la ultraderecha se apresuró en capturar.
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