
Licencias fraudulentas: el Estado y la virtud
Más a menudo de lo que quisiéramos se revelan escándalos que confirman a la ciudadanía sus peores hipótesis respecto de las autoridades, así como de las instituciones públicas y de quienes prestan sus servicios. El último caso ocurrió esta semana al conocerse que, entre 2023 y 2024, más de 25.000 funcionarios estatales salieron de Chile con licencia médica. La indignación es justificada: o se están entregando licencias falsas a destajo, o las personas que las reciben no las respetan, o una mezcla de todo eso, mientras las instituciones mismas donde esto tiene lugar parecen completamente ciegas. El escándalo viene así a abultar el negro panorama de malas prácticas y abusos que inundan nuestra política. ¿Cómo se puede sostener así su legitimidad?
Ante la difusión de esta noticia, las primeras reacciones fueron las de los candidatos presidenciales, que se sumaron a la furia de la mayoría manifestando lo inaceptable de los hechos, así como la necesidad de tomar medidas para que no vuelvan a ocurrir. También hablaron autoridades a cargo de las instituciones involucradas, pero a ellas no les ha quedado más que reconocer su profunda vergüenza. Y no es para menos. La Contraloría informó de casi 800 instituciones a lo largo del país cuyos funcionarios podrían haber incurrido en esa falta. La diversidad y magnitud de la lista (ni hablar del tipo de funcionarios involucrados) parecen mostrar que se trata de una práctica arraigada y extendida por todo el territorio. El panorama es por lo mismo muy grave: instancias que ofrecen prestaciones fundamentales (y con suficientes problemas) se ven dañadas por funcionarios que abusan de su cargo y de los recursos disponibles. Porque acá no solo hay una mala práctica ejercida por muchos, sino enormes costos materiales asociados. Según la directora de Presupuestos, el Fisco gasta 350 millones de dólares anuales por reemplazos y suplencias.
¿Qué se hace con esto? El gobierno hizo un anuncio tal vez pertinente, pero en algún sentido paradójico: la creación de un Comité Nacional de Ausentismo para abordar el problema. Es decir, más burocracia. Pero el absurdo nos permite entender mejor el fenómeno que observamos. Después de todo, hay aquí un vicio constitutivo del Estado moderno, del que ha hablado suficientemente la sociología. Su propia forma de actuar, que es justamente la de la burocracia, se traduce en una suerte de ceguera respecto de los errores o abusos que ocurren en cada caso particular y la tragedia es que no tiene otra herramienta que esa misma burocracia para intentar remediarlos. Y ese círculo vicioso es advertido por los propios ciudadanos, que lidian a diario con los procedimientos del Estado. Esto es lo que no alcanza a advertir el candidato presidencial del Frente Amplio, Gonzalo Winter, cuando señala a propósito de este escándalo su preocupación de que “por culpa de unos pocos, se pone en duda a trabajadores honestos y se refuerza la idea fácil de que hay que achicar al Estado”. El diputado olvida que esta vez al menos no se trata de unos pocos, y que en la demanda de achicar el Estado no hay puro facilismo. Evitar que las peores conclusiones se instalen requiere por tanto una conciencia muy clara de estas tendencias viciosas, y medidas a la altura de esos riesgos constitutivos.
Ahora bien, en todo esto hay un problema mayor. En último término, el abuso de licencias médicas habla también de una severa falta de virtud, que ya no compete solamente a las altas esferas del poder, sino que se extiende a todos los niveles (y tanto en el ámbito público como en el privado). En ese sentido, requerimos de mecanismos rigurosos de control, pero también de funcionarios exigentes en la evaluación de sus propias prácticas. Sin eso, no hay posibilidad alguna de recuperar la legitimidad, ni tampoco de impedir que las personas confirmen, como ahora, sus peores hipótesis, arriesgando que a la larga renuncien ellas mismas (ya que nadie más lo hace) a encarnar la virtud.
Por Josefina Araos, investigadora IES
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