Reglas de la democracia



Por Gonzalo Cordero, abogado

La democracia representativa es la solución de la modernidad al problema del poder, su valor sustantivo es que permite reemplazar al gobernante de manera pacífica -cambiar balas por votos es su principal avance civilizatorio- y su racionalidad es eminentemente procesal. Se puede decir que es un conjunto de reglas que nos provee de un procedimiento para gobernar; por ello, al decir de Popper, la democracia no responde a la pregunta de quién debe gobernar, sino a la de cómo se debe gobernar.

Pero esta concepción no es pacífica, muchos tienen una noción vaga e incluso para el común de la gente, también para muchas autoridades, es simplemente el gobierno de la mayoría, por lo que todo aquello que no es decidido directamente por la mitad más uno no sería democrático, como tampoco lo sería cualquier regla o institución que pueda adoptar resoluciones contra mayoritarias.

Esta manera de entenderla es insostenible, resultaría absurdo considerar a un ministro de la Corte Suprema como una autoridad menos democrática que un senador, porque no proviene de una elección popular; o que los jueces constitucionales serían una “tercera cámara”, por tener la facultad de derogar preceptos aprobados por la mayoría.

Existe una razón básica, los derechos fundamentales son esencialmente límites a la mayoría y al poder que lo encarna, algo que Occidente aprendió -o debió haber aprendido- dramáticamente con los totalitarismos del siglo pasado. Alguien podría decir que instituciones como la iniciativa exclusiva o el veto, que fortalecen la autoridad presidencial, no constituyen el resguardo de ningún derecho esencial y es verdad, pero también es verdad que el Presidente de la República expresa, por definición, la voluntad de una mayoría que lo eligió, cuestión que algunos parlamentarios olvidan metódicamente.

El asunto es que el sistema democrático y constitucional consiste en una serie de reglas que hacen predecible el ejercicio del poder, lo limitan y sujetan a responsabilidad. La facultad de vetar no está restringida respecto de la frecuencia con la que puede usarse, como tampoco lo está recurrir al Tribunal Constitucional; cosa distinta es que el ejercicio de éstas, como el de todas las potestades, están sometidas al juicio político de la ciudadanía, que puede cambiar a la coalición gobernante cada cuatro años.

De manera que vetar proyectos de ley que afectan gravemente el bien del país, de acuerdo a su leal saber y entender, no solo es un derecho, es un compromiso político que el Presidente adquirió con quienes votamos por él. Esperamos que lo cumpla todas las veces que sea necesario, aunque moleste a quienes no lo eligieron, y demandar el cumplimiento de ese compromiso también es una regla de la democracia.

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