Opinión

Retratos de Monvoisin

Retratos de Monvoisin Carolina Ormeño

Inesperado ver a tanta gente común y corriente mirando retratos de señores empingorotados de hace 180 años sin parecerles objetables. Me refiero a la exposición de obras de Raymond Monvoisin en muestra en el Bellas Artes. Si hasta en la cobertura por redes sociales nadie sale en contra de tanto despliegue de autosuficiencia, elegancia perfumada y nula corrección política. Un tal “Gonzalo”, tan plebeyo que en su cuenta ni pone su apellido, tuitea, por el contrario: “cosas más hermosas, qué ganas de ser cuico”. Hay que reparar que estos retratos, cuál más narcisista, fueron pensados para ser disfrutados privadamente por muy pocos. Claro que por otro lado, es evidente que la intención es impresionar, corriendo el riesgo de que en nuestra época más democrática algún descerebrado quiera guillotinar.

Al fin y al cabo, al igual que los Gil de Castro de décadas antes, es nuestra primera élite social que corre a inmortalizarse. Con la diferencia de que con el peruano se asocia puntualmente a la Independencia y República, de ahí la impronta militar y político-cívica. Con Monvoisin, en cambio, desaparecen los militares (salvo Manuel Bulnes, cuyo retrato no se exhibe, pareciendo más que presidente un reyezuelo y su trono). Se acentúa la marca consumo conspicua a tono con lo que la moda parisiense ya por entonces ordenaría y el pintor francés vendría a avalar. Se aprovecha que Monvoisin fuera más diestro en captar la singularidad fisonómica, mientras el Mulato Gil los pintaba a todos igual, como los egipcios a sus faraones. Está visto que la demanda por posar creció. Hubo familias que comisionaron varios retratos; en una obra expuesta aparecen hasta 12 hijos. Es más, si Gil de Castro pintó 80 cuadros, el francés, gracias a asistentes, terminó 500 en diez años. Se volvió millonario, compró un fundo en Los Molles y se codeó con cuánto patricio quiso contratarlo.

Pintó más que retratos, también paisajes, figuras religiosas, desnudos y escenas históricas, aun cuando Monvoisin, que no es ningún Gauguin, tampoco Delacroix, aprovechó poco el “color local”. Su propósito fue satisfacer las ansias del grupo alto de llegar a estar a la altura en cuanto a exterioridades civilizatorias, a la par con burgueses y aristócratas europeos. ¿Por qué no?

Es decir, modernos sin ser salvajes, y en lo posible, lo menos disfrazados, aun cuando culturalmente trasplantados a mundos no muy propicios a sensibilidades delicadas. Un anhelo atendible. Alimentarse solo de la oferta cultural local nativa y popular puede ser sofocante. En música pasó lo mismo; debe haber sido un alivio salir, por fin, de la pura cueca arrastrada y ningún vals volátil, de guitarreos, quenas y zampoñas como acompañantes, sin óperas o sonatas en piano. Hace bien Monvoisin, ayer y hoy, despertando nuestro lado no sólo folclórico.

Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

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