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La rendición. A lo mejor Una casa de dinamita, la película que Netflix incorporó a su oferta en las últimas semanas, deja más espectadores decepcionados que espectadores contentos. Pero eso no obsta a que sea una realización contundente y que está muy por encima de los promedios. De partida, no es una realización de grandes personajes, pero en pocos otros estrenos se encontrará un clima dramático más denso, más avasallador y enervante que en este. La cinta vuelve a poner en alerta una pesadilla que ha estado dormitando por años, no obstante que en la actualidad los riesgos de una guerra nuclear no son menores a los que se plantearon en los años 60, cuando Stanley Kubrick concibió esa comedia negrísima que fue Dr. Insólito, con las célebres actuaciones de Peter Sellers en tres roles distintos. La opción de Kubrick por la comedia para desarrollar esta fantasía fue una manera de zafar, porque en realidad la idea de la destrucción total de la humanidad es un tema imbancable, por decirlo así, un tema psicológica y dramáticamente difícil de tolerar en la imaginación por más de cinco o diez minutos. Poco después de Dr. Insólito, Sidney Lumet volvió a lo mismo, con una película dramática, seria, aterradora por cierto, bien hecha, Fail Safe, que en su momento pasó más bien inadvertida. ¿Cómo lo hace la directora Kathryn Bigelow -una cineasta dura entre las duras, responsable de una filmografía donde puede haber mucho talento pero en la cual en realidad hay cero encanto- para que podamos resistirlo durante minutos? Básicamente, lo que ella y su guionista hacen es atomizar la acción en un enorme mosaico de fragmentos asociados a la emergencia, alguno de los cuales conciernen a las alarmas, otros a los protocolos de reacción, algunos a los sistemas defensivos y, en fin, a los cientos de dilemas éticos y personales que enfrentan distintos personajes, importantes algunos, intercambiables otros, luego de que se han prendido todas las luces rojas y el misil nuclear disparado continúa avanzando hacia la zona de Chicago. ¿Le funciona esta estrategia dramática a la cinta? Hay razones para creer que sí, aunque con rendimientos que son decrecientes. De hecho, ya cuando la película en su media hora final tiene que involucrar al presidente de los Estados Unidos el combustible dramático tiende a desvanecerse en lugares comunes, para desembocar en un final abierto que no solo defrauda al público, sino que también deja ver que el guionista simplemente no la supo terminar. Esto es un final abierto; es una bandera blanca de rendición. No todo es tiempo perdido, en cualquier caso. La Bigelow (Punto de quiebre, La noche más oscura) es una cineasta obsesiva, ruda y con carácter. Alguna vez el Departamento de Defensa o el ejército estadounidense deberá agradecerle su descarnada mirada a las tropas como el último y sufrido brazo del poder, el más destructivo, lastimado y feroz, de una potencia que es arrogante, sí, pero que está cada vez afligida.
Contra el tiempo. Nadie diría que a estas alturas, luego de las monumentales biografías de George Painter y de Jean-Ives Tadié, puedan hacerse aportes muy originales sobre la vida de Marcel Proust. Es impresionante, además, la cantidad de escritores que lo han estudiado, desde André Maurois a Susan Sontag, de Paul Valery a Samuel Beckett, de André Gide a Roland Barthes, por solo citar algunos. Hace más de veinte años, sin embargo, Edmund White, novelista estadunidense autor de Historia de un chico se atrevió con una biografía de Proust que es corta, aguda, sintética, chismosa, jugada, divertida, contemporánea y tremendamente inteligente. Es un librito de menos de 200 páginas que acaba de ser publicado por Ediciones UDP en su colección Vidas Ajenas. No se trata del trabajo de un gran investigador, pero sí de una voz crítica que, desde la sensibilidad gay, sigue los principales hitos de la vida de Proust y escrudiña su obra para establecer la forma en que entraron a las páginas de En busca del tiempo perdido, luego de múltiples trasposiciones, rescates, ocultamientos, paralelos, despistes, encubrimientos y deformaciones. El mundo de Proust es de enorme complejidad, no solo por sus esfuerzos para ocultar su homosexualidad, sino sobre todo porque nadie llegó tanto lejos como él en el análisis de las lógicas y los sinsentidos tanto de la memoria como del amor. El trabajo de White es especialmente revelador respecto de la teoría de Proust sobre los recuerdos involuntarios y se va tornando muy trágico hacia los últimos años del escritor, cuando ya había dejado de ser un socialité y estaba reducido a la triste condición de enfermo crónico, aislado del mundo, un sujeto que solo abandonaba su cama para salir a cenar a medianoche al Ritz y un escritor obsesivo con su escritura, consciente de estar escribiendo una novela colosal contra el tiempo, porque ya no le quedaba mucha vida. Tal como Balzac, Proust también murió muy joven: a los 51 años. De los siete tomos de su novela, los tres últimos fueron publicados post mortem.
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