La memoria feliz
La escritura de memorias no sólo busca recobrar el tiempo perdido y saber quién se es, como hizo monumentalmente Proust, sino también perseguir la calma y lo verdadero cuando el mundo parece quebrarse. Proponemos cuatro libros que hablan de la gente amada y descubren secretos del pasado, de reciente llegada al mercado nacional.
Julián Barnes es un encantador escritor inglés que ha ido desde el retrato social en los años 70 (Metroland) hasta la crónica crítica sobre gastronomía (El perfeccionista en la cocina). Su pluma ligera comprende las tragedias cotidianas junto al resto de finezas y vulgaridades de la vida. En su último libro, Nada que teme (Anagrama), publicado en febrero pasado en castellano, ha llevado esta cualidad al máximo: escribe sobre sus padres, su hermano filósofo, su juventud, sus autores favoritos, en un diálogo con los otros que lo habitan para pensar en el miedo a la muerte, la necesidad de Dios y del arte. No son sus memorias ni una autobiografía, sino una digresión ordenada e inspiradora. "Sé que ser hijo de alguien implica una familiaridad asqueada y grandes zonas prohibidas de ignorancia, al menos a juzgar por mi familia. Lo que estoy haciendo, en parte –y que puede parecer innecesario–, es intentar comprobar hasta qué punto mis padres están muertos". Él murió en 1992, ella en 1997: perduran, dice Barnes, genéticamente en dos hijos y dos nietas, y narrativamente en la memoria, "en la que algunos confían más que otros".
Cuando las palabras y las cosas no son extraordinarias, todo es accesible y más extraordinario aún, incluido lo que más cuesta encarar: la muerte, la nada. Es lo que impulsó al norteamericano Philip Roth, cuando estaba deprimido, a dejar de interpretar su vida y escribir lo que llama "la experiencia sin transformar ": su autobiografía son recuerdos desnudos y se llama simplemente Los hechos (DeBolsillo). De manera mucho más escueta, el gran escritor francés Patrick Modiano lo hace en otro libro reciente, Reducción de condena (Pre-Textos). Ya había escrito una versión descarnada de su niñez, Un pedigrí, contando cómo lo abandonó su madre entre los horrores de la guerra. Ahora explora momentos de infancia más inciertos, los pedazos que no logra articular, la precariedad no entendida de unos adultos que resisten el fascismo; de ahí la reducción de la condena, del resentimiento o de lo oscuro. Es una prosa diáfana, hermosísima.
Estos autores comparten la falta de solemnidad para hablar de lo incierto, de lo doloroso; mantienen la claridad a pesar de estar sabiamente seguros de ir siempre a tientas. En la misma esfera de rara felicidad, de amor por los detalles inútiles y no concluyentes, está la escritora italiana Natalia Ginzburg (1916), quien escribió, quizá, la mejor memoria sobre la propia familia, Léxico familiar (Lumen). Ni las más horribles pérdidas –el asesinato y tortura de la mitad de su familia– lograron borrar la chispa de la vieja y común alegría: estar en la casa, con la familia, escuchándolos hablar leseras y discutir nimiedades domésticas. Ahí, si las palabras se guardan bien, la muerte no tiene dominio.
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