Me enteré que mi pareja tenía un hijo a días de nuestro matrimonio




“Hace diez años atrás estuve a una semana de casarme. Pero me arrepentí. Todo comenzó cuando llevaba recién un mes saliendo con mi ex. Ese día llegó en la tarde a mi casa, después del trabajo, como ya se había hecho costumbre. Venía un poco agitado, así que inmediatamente me di cuenta de que algo había pasado. Le pregunté y me contó que había recibido una llamada muy extraña de una mujer con la que había salido un par de veces. En ese llamado esta chica le contaba que estaba embarazada, pero no estaba segura de quién era el padre, así que le sugirió que se hicieran un examen de ADN.

Me sentí confundida. A pesar del poco tiempo que llevábamos juntos, tenía la esperanza de que nuestra relación perdurara y esto se veía como una amenaza. Sin embargo no lo fue, porque decidimos afrontar esto juntos. Me gustó la forma en que se tomó la noticia, porque siempre se mostró dispuesto a hacerse cargo, si es que el hijo era de él. Y aunque para mí no era el escenario ideal, también estaba dispuesta a seguir con esta historia, porque –como creía en ese momento– nuestro amor era más fuerte.

Semanas después la mujer lo volvió a llamar, esta vez para decirle que ella creía que él no era el padre, así que no era necesario lo del examen. Aunque nos pareció extraño el cambio de opinión, la respuesta hacia ella fue que de todas maneras estaríamos disponibles en el caso de que ella otra vez quisiera confirmar la paternidad de su hijo mediante un test de ADN. Así que seguimos con lo nuestro. Cuando llevábamos seis meses juntos él se fue a vivir a mi departamento y cuando cumplimos un año de relación, me pidió matrimonio.

La idea era hacer un matrimonio sencillo, por el civil y con los más cercanos, que entre familiares y amistades, igual sumaban más de 50 personas. Comenzamos con los preparativos. Yo usaría un vestido sencillo, nada muy grandilocuente, pero solo pensar en el evento me hacía ilusión. Una tarde, al igual que un año antes, llegó a la casa después del trabajo algo agitado. Me contó que la mujer apareció nuevamente, esta vez con una guagua en brazos. Le dijo que el parecido la hizo dudar, así que otra vez le pidió ADN. Esta vez lo realizaron y salió positivo. A poco más de un mes de casarnos, resultó que mi futuro marido tenía una hija.

Otra vez fue como un balde de agua fría. Aunque ya era una historia conocida, me había hecho la idea de comenzar nuestro proyecto familiar de a dos, no de a tres. Por supuesto que la niña no tenía la culpa de nada y por lo tanto, otra vez, estábamos dispuestos a hacerla parte de nuestra familia. Pero reconozco que esta vez la noticia me afectó de otra forma. Quizás fue porque sentí que por esos días yo debía ser la protagonista. Ese fin de semana mis amigas me hicieron la despedida de soltera, y después de algunas copitas de más, por primera vez lloré por lo que estaba pasando. Insisto, no era nada contra esa mujer y menos contra esa guagua, pero es distinto proyectar la vida como pareja, que como pareja con hijos; ser madre aún no estaba en mis planes.

Aún así, seguimos. Él comenzó a visitar con frecuencia a su hija. No tenía un régimen de visitas, porque la guagua era muy pequeñita para separarla por mucho tiempo de su mamá. Así que él tenía que verla en la casa de ella. Sé que los celos no son sanos, pero también entiendo que son un sentimiento humano, y yo lo comencé a sentir. Recuerdo que un día estaba muy agobiada con los preparativos del matrimonio y comencé a llamarlo para que me ayudara, pero no contestaba el teléfono. Después de mucho insistir, apareció. Venía baboso después de pasar tiempo con su hija. Fue en ese momento en el que decidí que el matrimonio se debía postergar, él estaba viviendo otras emociones, su cabeza estaba puesta en su paternidad, y está bien. Pero yo tampoco merecía esa falta de atención en un momento que consideraba importante para mí.

Conversamos y decidimos postergar el matrimonio. No fue una decisión fácil porque nos importaba mucho el qué dirán. Ese día lloramos juntos, pero él me entendió. Llegamos a la conclusión de que no estábamos preparados para casarnos y ser familia.

A mí me tocó la difícil tarea de llamar a los invitados, muerta de vergüenza, por supuesto. Algunos hacían bromas y otros hasta lloraban con mi decisión. Mal que mal, aunque la relación no se acabó ahí, esto se veía como un fracaso. Una de las cosas que más me costó fue devolver el vestido. De hecho lo tuve un tiempo guardado en mi clóset y cada vez que lo veía lloraba. Ahora que han pasado los años y soy capaz de ver esta historia con distancia, pienso que el destino no quiso que nuestras vidas se sincronizaran. Pero también pienso que la decisión de casarnos no surgió espontáneamente de él; quizás se sintió un poco presionado por mí. Todas mis amigas se estaban casando o tenían pareja y yo sentí que no me podía quedar atrás, como si se me fuese a ir el tren. Misma razón que me cegó y me hizo insistir en una ceremonia que, a esas alturas, solo me ilusionaba a mí. Él me quería, pero su cabeza y corazón ahora estaban en otro lado, y está bien.

Aunque seguimos viviendo juntos por unos meses, la desconexión que tuvimos a partir de ese momento fue el comienzo de nuestro final. Nunca logramos esa perfecta correspondencia temporal que necesitan las parejas para casarse o comenzar un proyecto juntos. Así que él se dedicó a ser padre y yo a aprender a vivir sola. A veces pienso qué sería de mi vida si me hubiese casado igual, movida por el miedo que me daba quedarme sola. Y me alegro de haber tomado la decisión que tomé. El día que devolví el vestido de novia, o lo saqué de la cartera, no solo me liberé del peso de la tela, también de aquel que me hacía sentir que necesitaba de alguien más para ser feliz”.

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