Lecciones de un desamor: “A veces nosotras mismas, en las elecciones que tomamos, nos rompemos el propio corazón"




A Paulo lo conocí a finales del 2018, cuando venía cerrando un largo y tortuoso proceso judicial tras haber denunciado un episodio de violencia. Justo se cumplía el aniversario de aquel día tan oscuro y había decidido irme a San Pedro de Atacama a pasar un fin de semana lejos, sola con las estrellas.

Cuando venía de vuelta, me pasó a buscar un transfer y me subí adelante. Y ahí estaba él. Hablamos todo el trayecto e intercambiamos nuestros teléfonos. Él volvía a Portugal a ver a sus hijas, pero nos dijimos que quedaríamos en contacto. Durante esos meses seguimos conversando y finalmente, cuando volvió a Chile, nos encontramos y empezamos a salir.

Desde un inicio dejamos claras nuestras intenciones, más allá de que fueran mutando después. Ambos transparentamos que no queríamos tener una relación estable porque habíamos vivido experiencias fuertes que nos habían marcado y ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder en eso. Éramos, en ese momento al menos, de esas personas que mordisquean la vida del otro porque son incapaces de sostener una relación de pareja y todo lo que eso involucra. Esa estaba siendo nuestra parada; nos sentíamos libres y viajeros, pero habían ciertas trancas y nos estaba costando comprometernos.

Lo que pareció partir como una experiencia o una aventura más, con el tiempo se transformó en una relación de pareja con todas sus letras. En un minuto, incluso, llegué a pensar que era súper masoquista lo que estaba haciendo: sabía que él volvía a Portugal en agosto –empezamos a salir en enero– pero aun así seguíamos juntos. Lo más fácil habría sido pasar un hermoso fin de semana juntos y después hacer vista gorda, sabiendo lo que se venía por delante, pero se dio una relación bonita que se fue dando de manera fluida y con absoluta naturalidad.

En un momento, me contó que era huérfano y me habló de cómo había sido su infancia. No me lo contó desde la pena ni tampoco victimizándose, pero nunca fue capaz de hablarlo mientras me miraba directo a los ojos. Yo tenía que estar de espalda para que él pudiera verbalizar su pasado. Supe que su vida había sido muy terrible, que se había hecho a sí mismo desde muy chico y que había desarrollado una resiliencia tremenda. Yo no había tenido esa experiencia y sentí que por algo nos habíamos cruzado; tenía mucho que aprender de él, porque justo estaba en una época de mi vida en la que estaba muy peleada con mi papá. Fue Paulo quien me enseñó que a los padres se los acepta como son.

Hasta que en agosto se fue. Al principio yo sufrí mucho y él me dijo que le estaba costando irse de Chile, que era la mujer de su vida y de sus sueños, pero a esas alturas yo ya había entendido muchas cosas.

Justo en ese tiempo me puse a estudiar ancestrología y un día, en una conversación con mi mamá, me enteré de que mi abuelo también había sido huérfano. Pude identificar que lo que se estaba dando era un patrón familiar; las mujeres de mi familia se enamoraban de hombres que, en definitiva, no eran capaces de dar el ancho, porque eran hombres que de por sí tenían muchas carencias afectivas. Entendí que Paulo, al igual que mi abuelo, había sido abandonado por su madre y que cuando pasa eso, aunque quieras mucho a otra persona, siempre va existir ese temor –a ratos inconsciente– de que te abandonen. Por lo mismo, los que han vivido eso, evitan el compromiso.

Él había sufrido mucho y no tenía conexión con la tierra. Cuando en la infancia has sentido que la tierra no te alimenta y no te ha dado cobijo, creces sin sentir que la tierra es tu soporte. Y todos los seres humanos necesitamos, de alguna forma, una conexión que parte en la tierra y luego continúa hacia el espíritu. Él estaba muy enfocado en lo espiritual, pero no en lo físico o en lo concreto.

Unos días antes de que viajara de vuelta a Portugal nos fuimos juntos al sur. Yo ya había decidido que desde ese día en adelante no me conformaría con una relación bonita y pasajera o que no tuviese el mismo soporte emocional por ambos lados. Quería a alguien que pudiera estar en todas las circunstancias. De hecho, después de que se fue, vino el estallido social y me sentí sola e indefensa. Él me mandaba mensajes y me acompañaba a la distancia, pero en lo concreto no estaba. Las palabras, al final, se las lleva el viento. Decidí que desde ahí en adelante buscaría más compañeros.

He aprendido muchas cosas tras este último quiebre. Pero lo que más me ha resonado es que a veces las mujeres amamos tanto, que no somos capaces de amarnos a nosotras mismas. El amor que yo tenía por él era carente porque no me había amado yo primero. Y es que muchas de nosotras no hacemos el ejercicio de amar en igualdad de condiciones; somos muy perdonadoras y conciliadoras y se requiere de un esfuerzo mayor y de mucho coraje para decir “me merezco a un hombre que esté, que se quiera quedar y no voy a destinarle más tiempo a una relación en la que no me siento contenida”.

Desde entonces he aprendido a amarme a mí misma y a visualizar una relación de pareja más estable, no desde el miedo o desde el temor a las experiencias anteriores. También aprendí a agradecer cada uno de los quiebres que he vivido y cada vez que he sentido que me han roto el corazón, porque de cada una de esas veces he aprendido algo. Paulo me enseñó a amar a mis padres y, sin ir más lejos, me permitió identificar el patrón que estaba replicando: yo venía de un linaje de mujeres que habían sido viudas en vida, que se casaron con hombres que no estaban nunca, o que priorizaban el trabajo, y ya era hora de romperlo. Este no es el modelo que necesitamos las mujeres de hoy.

Y es que al final, cuando uno hace la recapitulación de los dolores luego de un término, te das cuenta de que siempre en el minuto parece ser algo muy doloroso e insuperable –se sufre y se llora mucho– pero que después de eso viene un aprendizaje y una resignificación. Y ahí está la posibilidad de darle una vuelta positiva. Es una oportunidad de mirar hacia atrás, revisar por qué se dio, verlo con altura de miras y aprender.

También me di cuenta de que no es que alguien te rompa el corazón o que tu se lo rompas a otra persona. A veces nosotras mismas, en las elecciones que tomamos, nos rompemos el propio corazón. A veces creemos que nos hicieron un gran daño, pero puede que nos hayan hecho un regalo.

En mi caso, yo sentí que Paulo me rompió el corazón, pero por su lado, él sintió que nuevamente una mujer le dijo: “no me llames más si no vas a estar acá en carne y hueso”. Básicamente es falta de amor propio. Fuimos dos personas que no queríamos comprometernos porque estábamos aterrados y que al final nos entregamos, sufrimos, pero aprendimos. Aprendimos cómo queremos que sean nuestras vidas de aquí en adelante. A corazón roto, pegamiento, tiempo y perspectiva.

Mora Ferreira (43) es ingeniera comercial, tarotista, escritora amateur y madre de tres.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.